Sobre sugerir y mostrar
El misterio en el arte
radica en el hecho de sugerir, no mostrar –así lo entendieron, y muy bien, los
chinos y los japoneses—. La fotografía nos da la ejemplificación perfecta a
este concepto: lo que no está retratado en la imagen que se nos presenta y que
sin embargo, al mismo tiempo, está ocurriendo. En el reverso de esa imagen está
otra y otras historias que no se muestran pero se sugieren debido a que, por sí
misma, la fotografía nos da el contexto necesario para que el lector genere el
resto de imágenes faltantes, con sus respectivas historias. La buena
fotografía, la apegada al arte, captura no solamente el rostro de una persona
sino el tiempo que ha pasado por ella, y más, el sentimiento o sensaciones que
ésta expresa en ese mismo instante en que se retrató; es decir, la fotografía
invita a leerse, como las pinturas, como la literatura: el arte se lee, no se
ve. Por eso, al ver una pintura, no se dice que se le está viendo, sino
leyendo. Contemplar y ver como decía Octavio Paz, son las herramientas para
realizar una buena lectura, y al hacer ésta, es cuando encontramos lo faltante,
el misterio que se esconde al fondo de la obra, entre cada trazo, color o
forma, incluso, en la ausencia misma. Igualmente ocurre con la fotografía donde
muchas veces importa más lo que no se capturó, esa nada que a su vez es la
pieza faltante para terminar por armar el rompecabezas. El misterio es todo eso
que sabemos está ahí y no conocemos. Las formas y sensaciones que son en sí
mismas, ausencias, fantasmas —estamos llenos de fantasmas dispuestos a ser
descubiertos. No podemos ver lo que no hemos visto (tampoco lo que no hemos
sentido) como especie humana, por eso, en infinidad de ocasiones el arte no
puede ser explicado, o mejor dicho, la obra, su realización y significado,
siempre será subjetiva a la interpretación, y cada quien la leerá y traducirá a
su manera (por sus experiencias tanto “reales” como sensibles, porque lo que
está detrás de la obra, realmente no lo conocemos, está ahí, y se presenta como
sensibilidad dispuesta a ser traducida). Pero debe ser de esta manera y no de
otra para que el arte sea tal cosa, para ser una experiencia sensible, para ser
un algo que siempre está a punto de ser y que sin embargo no termina por
concretarse porque se expande a la infinitud. El arte es parte de la otredad, y
que bien podría caber en la misma definición de Dios a la que llegaron los
filósofos de la antigüedad: esfera perfecta con circunferencia ninguna donde su
centro está en todas partes. Sí, el arte no está delimitado, es todo, y está en
cada uno de nosotros, en todas partes. Pero para ser de esta forma debe
presentarse como una potencialidad de ser; es decir, algo que puede y no estar,
algo a descubrir, como eso que se sugiere, un misterio.
Por otro lado, el acto de
mostrar es superficial y concreto. Muestra la traducción de alguien, los ojos
del que pintó, fotografió o escribió la obra, y con ello rompe el puente con el
lector, porque ya no le permite utilizar la más grande herramienta de la que se
vale la sensibilidad para interpretar, para desvelar el misterio: la
imaginación. El que con una obra no sugiere, sino muestra, no hace más que
anular la otredad, cosifica la pieza o la obra, la hace un producto que pierde
su personalidad, la individualidad, su ser único; es decir, rompe el arte, lo
aniquila.
Juan Mireles - nació en el Estado de México
en el año 1984. Es escritor y director editor de la revista literaria Monolito.
Ha sido publicado en una treintena de revistas y suplementos culturales en
Latinoamérica, España y Estados Unidos. Mantiene una columna semanal en la
revista Biografía (Brasil). Es autor de la novela Yo (el otro) Octavio.
Ediciones El Viaje (2014). Guadalajara. México.
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