César Esquivel
Ríos, nace en 1973 en la bella Ciudad de Salamanca, en el Estado de Guanajuato,
México. En 1998 termina sus estudios de Licenciatura en Arquitectura, y en el
2000 la maestría en Administración de la Construcción. Tiene estudios de
lenguas en inglés, francés e italiano en diversas instituciones, entre ellas el
Instituto Tecnológico de Querétaro, la Universidad Autónoma de Querétaro y el
Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey.
Su primer libro, Un
Ciudadano Común, fue publicado en el año 2000 en la ciudad de Querétaro con
el apoyo el Instituto Tecnológico de Querétaro. El segundo, Las Cuatro Caras de la Muerte, fue
publicado en el 2004 bajo el auspicio de la Academia Mexicana de Literatura
Moderna, su brazo editor, Editorial Sagitario, y fue ganador del Premio
Internacional Margot Rosenzweig de Novela Joven.
"La facultad descriptiva del narrador es, a más de
detallista, motivante para el trabajo analítico mental del lector al que lleva
de la mano por un mundo que se torna diferente en cada caso. Si bien la muerte,
como personaje central, clama por una posición preponderante entre la
humanidad, sus argumentos arrojan una luz más que clara ante sucesos y
personajes hacedores de la historia, materia está bien trabajada por el autor.
La mensajera de las desgracias, la de las ilusiones
fallidas, la que irrumpe a los demás en llanto cuando su sola presencia toca a
la puerta, ha sido objeto de estudio, investigación, análisis, burla y
adoración, sobre todo en el ámbito popular mexicano -ahí está Posadas y sus
expresivos esqueletos- situación a la que no escapan los escritores, pero que
Esquivel maneja con increible desenfado pues “la realidad y la verdad son
generalmente mucho más fuertes e importantes que nuestras creencias o incluso
que algunos de nuestros propios pensamientos”
Fragmento do livro Las Cuatro Caras de la Muerte de César Esquivel
Ríos
Sentado sobre la orilla de la banca de acero patinado en
verde y negro en la “Plazuela Mariano de las Casas” en un día cualquiera,
mientras convivo con mi soledad y me regalo un par de minutos de quietud y paz,
escuchando el currucar de las palomas que revolotean buscando semillas y
migajas entre el piso de la plazuela; escribo sobre mis ilusiones. Cuanta
quietud se siente en este momento, escuchando la caída del agua de la fuente
que es escupida a chorros por los querubines que la adornan. Ahí, cuento y
relato lo que alcanzan a apreciar mis ojos; como no inspirarme ante la
maravilla que se posa ante mis ojos, el esplendor de un atardecer matizando el
cielo con sus tonos grises, y sus rojos fulgurantes difuminados entre las nubes
purpúreas que flotan y se pasean por el
cielo.
Frente a mí, una imagen que vale por sí misma, el atardecer
y una plazuela con su vida propia. Una fuente rosetona custodiada por dos
estatuas que ya se han enmohecido por el tiempo, y que incansables alzan su
mirada para divisar el cielo, pero sin despegar, ni por un instante, la mirada
del templo que erguido, habla y grita a los cuatro vientos sus andares por el
tiempo. Un templo muy peculiar, cargado de adornos y colores semejando sillares
y adoquines de cantera que se posan sobre sus enormes muros que se detienen y
descansan sobre sus majestuosos botareles que se enmascaran y sonríen a todo
aquel que los admira. Hacia allá miran las estatuas, hacia el templo, hacia el
cielo, hacia la torre de los relojes donde descansan las campanas, hacia la
cúpula rosada, la balaustrada y los pináculos grises que pretenden mezclarse
con las nubes.
Entre la fragilidad del silencio que se resquebraja y se
rompe con el sonido del claxon de los autos, entre el llanto y las risas de los
niños, de los gritos de las madres que cuidan de sus hijos, y bajo las ramas de
los árboles que son balanceados por el viento; descanso y me pongo a dilucidar
ideas que se transforman en palabras.
Que mejor postal para escribir, que el recuento de la
estampa tradicional de la vida típica del centro de la República Mexicana; una
imagen clara de la vida cotidiana, de un pueblo que sigue vivo a pesar de sus
desgracias, que camina despacio a pesar de sus gobernantes, que nunca se
inmuta, ni aun a costa y a pesar de sus pesares; una fotografía de la realidad
en donde el tiempo se detiene para descansar bajo la sombra de las arcadas de
la plaza; donde también la naturaleza hace pausa para apreciar como cae la
tarde, para ver como los rojos se difuminan entre el cielo, y para ver como los
tonos de su cielo poco a poco van convirtiéndose en grises, hasta convertirse
en azules oscuros, intensos, y profundos. Así se va alejando poco a poco la luz
del día para dar paso a la luz artificial, a los dragones de la plaza que
colgados en los postes, cada uno y de cinco en cinco comienzan a arrojar el
fuego que ilumina toda la plazuela.
Allá en el otro extremo de la plaza, camina pausadamente una
mujer de figura esbelta, de talla mediana y de cuerpo delineado; entallada en
un vestido largo en verde olivo camina con elegancia hacia el centro de la
plaza. Se detiene frente al templo, lo analiza mirando cada una de sus partes
detenidamente, haciendo un tiempo para admirar las máscaras sonrientes de los
botareles – sonríe. - Lo recorre de punta a punta y de arriba abajo, luego
sigue su camino, y da una ronda por la fuente, luego se detiene para escuchar
la caída del agua.
A pesar de su elegancia, nadie se inmuta con su presencia, y
nadie voltea jamás a verla. Pareciera ser tan solo una imagen más de mi cabeza,
un producto sublime y perfecto creado más por la ilusión de la postal de la
plazuela que por la realidad de la imagen que se posa ante mis ojos.
Es una bella mujer hasta donde
alcanzo a distinguir con la mirada, tan bella que es extraño ver que nadie más
voltea para admirarla mientras camina. Continúa con su camino, con su andar
pausado y elegante; caminando como si sus pies tan solo rozaran el piso, como
si flotara y fuese el mismo viento quien la guiara en su camino. Y pareciera
que es el viento quien la ha conducido hasta muy cerca de la banca donde
descanso, hasta llegar y detenerse a escaso un metro de mi lado.
-¿Me reconoces? – Pregunta ella, con un tono tan suave, que
su voz dulce se confunde con el sonido del viento entre las ramas de los
árboles, como si fuese el impresionante arte de la magia, pues aísla el sonido
de la gente y de los autos, para cobijarse con el sonido del agua de la fuente
y el trino de algunas aves.
- ¡No! - contesté sorprendido por su presencia
Sonríe, con una sonrisa que sutilmente se delinea de su boca
hasta mostrar tan solo un poco del brillo de sus labios, -¡soy yo, la mensajera de las desgracias!. La
mujer que viaja entre el tiempo sin querer jamás ser vista, la de las ilusiones
fallidas, la mujer que irrumpe a los
demás en llanto cuando mi sola presencia toca a las puertas de las casas, - soy
yo, ¡la Muerte!- ¿Acaso no me reconoces vestida, con colores sobrios y de
grandes galas?- ¿Imaginabas acaso que mi presencia debía de ser negra y lúgubre
como la pobreza o la miseria?
Me sobresalto; e intento ubicar el espacio en donde estoy
inmerso, volteo hacia todos lados con mis ojos desorbitados deseando encontrar
alguien que esté cerca de mi lado; pero su voz se impone sobre sonido alguno -
¡Sí, la vida continúa, y la plaza sigue teniendo su propia vida! No, no te sorprendas,
la vida y la muerte no son como parecen, la vida nace, se desenvuelve, avanza
lentamente como una gota de mercurio que sin prisas va recorriendo el
termómetro a medida que aumenta la temperatura del cuerpo que lo sostiene,
hasta que finalmente llega al grado más alto, donde se detiene, donde deja de
avanzar por haber llegado al final de su camino…
César Esquivel
Ríos
Todos os direitos autorais reservados ao autor
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