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DIEGO BIANKI |
De vuelta en casa
Cuento. La vida y la
rutina de los pueblos, a los que describe como “espacios de alguna energía
todavía salvaje”, enmarcan muchos relatos del escritor cordobés Luciano
Lamberti. Ofrecemos dos inéditos.
Por Luciano Lambert
Los ex hombres de mi vida
Una noche me propuse hacer
una lista de los ex hombres de mi vida. Estaba desvelada, en una especie de
crisis existencial que tengo cada dos o tres meses, y pensé que sería una buena
idea. Así que me senté en la cocina con un cuaderno espiralado y un té y pensé
durante un rato y luego escribí: Número 1, Maurito Zabala. Maurito fue el chico
con el que perdí la virginidad, en el quinto año de la secundaria. Lo hicimos
en el auto de sus padres y no me pareció bueno ni malo. Seguí con el número 2,
y después el 3, y el 4 y el 5 y así hasta llegar al 118: Fabrizio Rearte, mi ex
novio, que me dejó cuando volví del viaje a Europa porque estaba “confundido”.
Fabrizio siempre fue un idiota, pero no me dí cuenta hasta entonces. En el
medio había tenido muchísimas relaciones, algunas tan casuales que no me acordaba
siquiera del nombre, entonces ponía un rasgo, por ejemplo: Número 78: el chico
de camisa cuadriculada con aliento a chicle de fruta. Cuando terminé la luz
entraba por la ventana y se oían los primeros autos de la madrugada y todo ese
día fue raro, estuve como una zombie, fuera de foco, separada unos centímetros
del mundo, pensando en esa lista, ahí, en la mesa. Los ex hombres de mi vida,
cada uno con una parte mía, dispersos como esquirlas de una explosión, no
nuclear pero sí de una buena bomba moderna y poderosa de esas que estallan “por
error” en hospitales y escuelas. Esa noche no quise volver a casa y encontrarme
con la lista, así que fui a un bar, me emborraché y no se cómo terminé
encerrada en el baño de una estación de servicio, llamando a uno de los de la
lista por celular, uno en el que siempre pensaba. El número 113, que ahora está
felizmente casado y con un hijo. No sé qué le dije. Incoherencias, seguramente,
cosas de borracha. Alguien golpeaba la puerta porque quería entrar, pero no le
presté atención. Del otro lado mi ex se reía. Tenía voz de dormido y se reía.
Me dijo que estaba bien, que me extrañaba, que siempre pensaba en mí. Le dije
que no fuera mentiroso. Me dijo que era verdad, puso varios ejemplos de
momentos específicos en los que me extrañaba. Los golpes en la puerta seguían.
Había olor a pis y pedazos de papel higiénico mojado en el piso. Los azulejos
estaban escritos con mensajes pornográficos o amorosos. ¿Pensás en mí?, le
pregunté. Sí, claro, dijo él. Siempre. Gracias, le dije. Gracias.
El intelectual
Este es el intelectual:
mírenlo. Usa lentes y barba, camisa a cuadros, pantalones de corderoy. Este es
el intelectual leyendo, sentado en el inodoro. Este el intelectual durmiendo,
sin sus lentes. Este es el intelectual dándose un baño. Este es el intelectual
en su casa natal. Llevó un regalo: un chorizo colorado para su padre, un jabón
con olor a jazmines para la madre. Cuando está de visita duerme en la cama
donde se crió, en la pieza donde se crió, pero no puede dejar de sentirlas ajenas,
como si en secreto la hubieran cambiado, hubieran puesto un simulacro de su
pieza en el lugar de la vieja, o como si en la cama donde intenta dormir
hubiera dormido otra persona hasta hace un rato nomás. Algo así.
Aparte de eso, al
intelectual todo lo deprime. Lo deprimen los vecinos que conoció de niños y
ahora son gordos y tienen sus propios hijos. Lo deprime la dentadura postiza de
su padre en un compartimento de la tapa de la heladera. Lo deprime y lo
avergüenza haber nacido en esa ciudad, tan poco sofisticada, tan chata, tan
ordinaria.
Este es el intelectual en
la ciudad donde nació.
Toma mates con sus padres,
mira los programas de chimentos, charla con los perros, fuma marihuana
escondido en el patio.
Habla con su madre, que lo
pone al día acerca de las noticias de la ciudad: quién nació, quién se murió,
quien enfermó gravemente, quien bautizó a sus hijos. Su madre le cuenta una
historia: fue a visitar a una vecina a unos barrios nuevos de plan, y como se
olvidó la dirección la ubicó a través del olfato, por el olor de sus salsas. A
la semana siguiente la vecina fue hospitalizada y se murió. La madre le dice
que no fue al velorio porque quería recordarla viva y no en el cajón. El
intelectual siente un escalofrío al oír la historia.
Este el intelectual
caminando por la ciudad donde nació.
Quisiera fotografiarlo
todo: las mujeres regando los patios, los chicos que empujan un karting a
rulemanes, los que se cruzan al baldío de enfrente a remontar un barrilete y
los que andan en moto o en autos importados con cierto aire de condescendencia
orgullosa. Quisiera mostrarles las fotos después a sus amigos para comentar lo
ordinario de la ciudad donde se crió, burlándose y a la vez tratando de que no
se transparente su vergüenza. El intelectual se ha sentido siempre en los
círculos intelectuales que frecuenta, quizás por provenir de una ciudad
ordinaria como esa donde esos intelectuales son tomados más bien con sorna,
como estúpidos grandotes sin verdadero talento para nada, de sexualidad dudosa
y gustos raros, defensores de causas ridículas, preocupados en determinar como
complejo a cualquier problema que para la gente de la ciudad ordinaria de donde
proviene es bastante simple.
Este el intelectual de
vuelta en su casa, tratando de entender todavía quién es.
Luciano Lambert
Cordoba, 1978
Publicó el libro de
relatos “Sueños de siesta”, los poemas de “San Francisco / Córdoba”, el libro
de cuentos “El asesino de chanchos” y la novela “Los campos magnéticos”, entre
otros.
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