Sobre los maestros
Este día 15 de mayo es el
Día del maestro en México. No suelo hablar nunca sobre los maestros
(profesores) que tuve durante mi insípida vida académica, porque nunca los
consideré como tales; es decir, como individuos preocupados por la enseñanza,
en este caso no únicamente la mía sino la de los demás compañeros.
En mi vida como estudiante
no tuve un sólo maestro (puedo ser injusto con esta afirmación, acaso un par de
ellos se han quedado en mi memoria) que siquiera me presionara de tal manera
que yo tuviera un poco de interés en lo que estaban hablando o tratando de
transmitir.
Gravité muchos años por la
cuadratura de las “enseñanzas” de muchos de ellos, y realmente nunca me ocupé
por ser un buen estudiante. En parte porque no sabía hacia a dónde ir, y para
qué, y otra, porque nadie me supo decir para qué servía (yo). No le encontraba
ningún sentido a la vida. Y tampoco nadie me abrió una ventana desde la cual
asomarme y ver más allá de mi realidad de adolescente —mis padres se quedaron
en la superficie, en esas malditas frases de estudiar para “ser alguien en la
vida” para “vivir bien” y “tener dinero”, ideas estúpidas que se siguen
repitiendo todavía.
Estudié con los Salesianos
ocho años, de ellos aprendí algunas oraciones, a comer hostias, a orar con las
manos levantadas al cielo, ah sí, y a ver a la mujer como alguien inferior,
porque claro, el turno matutino era solamente para niños, las niñas podían ir
por la tarde junto a los demás niños que pagaban una menor colegiatura. Por
fortuna, no se me pegó la misoginia de tal doctrina. Eso sí, con ellos entendí
el concepto de disciplina.
En los años de secundaria y
preparatoria, intenté “aplicarme” como se dice vulgarmente, para empezar a
sacar buenas notas. Porque yo pasaba los exámenes por obra del espíritu santo,
realmente no estudiaba ni pretendía hacerlo, al menos no hasta que entré a la
tercera preparatoria donde un sistema (no profesores) me guiaron al camino de
la lectura y en consecuencia del estudio, el verdadero, no el simple hecho de
memorizar —en dicho sistema, los profesores quedaban un tanto al margen de las
calificaciones: valía pasar el examen, esto consistía en realizar exámenes por
unidad, en este caso eran 10 unidades por materia. Ahí aprendí a comprender
lecturas y por primera vez en mi vida, entendí el significado de la palabra
estudiar, y dichos conocimientos, los encontré en los libros. El individuo
quedó anulado para mí, en ese momento, y entonces decidí ser autodidacta.
Por fortuna, con los años y
cierta madurez, me di cuenta que maestros sí había, que también podía aprender
de las personas de carne y hueso (mis maestros, hasta los veintitantos años,
estuvieron vagando entre las líneas de los libros), ya fuera de las
instituciones, pero de igual manera les aprendí y mucho. Han sido pocos, pero
han llegado a tiempo en diversos momentos de mi vida. Y les estaré agradecido
siempre pues te dan elementos para entender y ver el mundo de otra manera.
He conocido mucha gente que
ha tenido la fortuna de toparse con buenos y grandes maestros durante su
formación académica. Es más, les tienen un gran cariño, y sí, los han formado
de alguna forma —yo hubiese querido toparme con alguno de estos maestros en mi
vida académica—. A ellos, y a los que en verdad tienen vocación y compromiso
con sus alumnos, no solamente les agradezco yo sino la sociedad en general,
porque si algo necesita México es buenos maestros que sepan aprovechar y
encausar las aptitudes y valores de sus alumnos.
Juan
Mireles. Escritor (Estado de México, 1984) y director editor de
la revista literaria Monolito. Ha sido publicado en una treintena de revistas y
suplementos culturales en Hispanoamérica. Columnista en Ruiz-HealyTimes.com y
Revista Biografía (Brasil). Segundo lugar en el II Premio “palabra sobre
palabra” de Relato Breve llevado a cabo en España. Es autor de la novela Yo (el
otro) Octavio. Ediciones El Viaje (México, 2014). Blog personal: http://wwwjuanmireles.blogspot.mx/
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