“a vida é uma grande
sedução onde tudo o que existe se seduz.”
clarice lispector
me despertaba siempre
fatigada tras un maratón de sueños, de día seguía soñando maravillándome con
casi cualquier cosa. me deleitaba con cada palabra nueva que leía, saboreaba
con los ojos cerrados las esplendidas guayabas, mientras mis pies desnudos sabían
reconocer el paraíso sinuoso entre la arena y la hierba de mi jardín. aspiraba
lentamente el voluptuoso aroma del azahar y eran tan diversas y abundantes las
cosas que me causaban fascinación que hasta mirar un simple desfilar de
hormigas representaba para mí un encantador pasatiempo. para mí los colores
naranja y rosa de los atardeceres nunca se repetían, sino que eran cada día
únicos. supervisaba las nubes tendida una hamaca, tratando de distinguir
siluetas y signos en ellas, hasta que el aire frío de la noche me forzaba a
entrar a la casa.
estaban mis sentidos muy
despiertos, mi cuerpo era ágil, mi mente aguda. disfrutaba encendiendo la
radio, expectante que sonara una canción que me gustase mucho y siempre
ocurría. siempre ocurrían los milagros.
tenía catorce años.
vivía en un pueblo
diminuto, donde todos parecíamos haber nacido al mismo tiempo. estaba en la
secundaria y formaba parte de una cofradía tan hermética, de esas que se
disuelven al año siguiente. éramos tres compañeras de hallazgos, nuestra amistad
era tan eterna como el vuelo de un colibrí.
él apareció
intempestivamente, y pronto descubrimos que todo en él era inusual. tenía
diecinueve años, había dejado el secundario para trabajar y ahora retomaba sus
estudios, estaba dos grados más adelantado que nosotras. pronto se hizo
popular, tanto en el colegio como con los habitantes del pueblo y sus
alrededores. pese a su presencia, que podía juzgarse a la ligera como altiva,
el poseía una gran sencillez. lo miré muchas veces conversar con los jornaleros,
los campesinos, les daba un aventón a todos y los ayudaba a cargar sus pesadas
mercancías, a cambio lo dejaban montarse en sus caballos y reía con tantas
ganas que contagiaba a quién estuviera cerca.
aunque gozaba de mucha
popularidad dentro del colegio, por su aspecto, novedad y modos tan naturales y
dadivosos sólo brindó toda su confianza a un fiel amigo que le acompañaba a
todas partes. mis dos compañeras cayeron de súbito, rendidas ante la presencia
y encanto del atractivo extranjero. ellas comenzaron a florecer aceleradamente,
cada una empezó a acicalarse con esmero. de una mañana a otra me costó
reconocerlas: cabellos con bucles, cintas de colores, pestañas rizadas, y hasta
labios abultados llenos de brillo escarchado aplicado con tembloroso pulso. no
sólo fueron ellas, sino todas las del colegio: era una epidemia. yo miraba esos
fogonazos de nueva vida, con bastante curiosidad, no me perdía ni el más leve
detalle. era una espectadora.
comenzamos a tropezar con
él en muchos lugares y tiempos. para mi asombro, y para júbilo total de mis
compañeras las miradas de él y de su acompañante flotaban siempre fijas sobre
nosotras. todo aquello resultaba hilarante, parecía que sus pasos se habían
enredado en los nuestros.
aún no sabíamos nada sobre
él, al menos no de su boca. nada, nada más allá de su punzante presencia.
inevitablemente surgieron rumores de su origen, murmuraciones, más bien
fábulas: “es un exguerrillero”, “mató a un cunaguaro con sus propias manos” ,
“es un mercenario que comercia con oro y diamantes”. “es el hijo de una india
warao y un brasilero”. todo era válido, parecía que el desataba el ingenio de
todos los habitantes del lugar. la imaginación del pueblo llegaba a extremos
tremendos.
se develaron algunos otros
detalles, que si resultaron ser ciertos: algunas damas entre rubores osaron
confesar que tenía en el cuerpo raras cicatrices y originales tatuajes en
fragmentos muy recónditos de su piel, según, ellas mismas habían tenido la
fortuna de verles, durante la prodigiosa faena carnal que habían compartido con
él. nos ruborizábamos hasta la medula aquella vez que no pudimos evitar
escuchar la narración de otra dama acerca de su tórrido encuentro, con él. muy
especialmente nos brindó verídicos detalles de su gloriosa forma entregarse al
amor, de todos los placeres que regalaban sus manos, y su boca, sus artes
paradisiacas gozosamente impuras y lo más exquisito y perturbador de todo: una
descripción muy satisfactoria acerca de un punto soberano de su anatomía, de su
lado más primitivo, vedado aún para nosotras.
tras la sobreabundancia de
información, y su presencia cada vez más penetrante. no existía rincón a donde
él no llegase. estaba en el aire. intoxicaba, embriagaba: incitante y absoluto.
a todas estas, yo seguía
en mi habitual estado de gracia imperturbable. una tarde de marzo, explorando
el armario de mi padre hallé un libro de poemas muy antiguo, era de gutierre de
cetina, yo paladeaba cada palabra con avidez:
ponzoña que se bebe por los ojos,
dura prisión, sabrosa al pensamiento,
lazo de oro crüel, dulce
tormento,
confusión de locuras y de
antojos;
no podía imaginar cómo
sería ese sentir que revelaban tales versos, tan dulces y al mismo tiempo tan
amargos y contradictorios. estaba en mí jardín con el libro sumida en esta
meditación cuando le vi pasar. iba en su muy envidiada bicicleta montañera
blanca, vestido a la par: de blanco, pasó lentamente y me miró con fijeza, yo
hice lo mismo, no pude evitar mirarle, pues lo veía con la misma concentración
y embeleso que empleaba al ver desfilar las hormigas o como cuando contemplaba
las extrañas formas de nubes de atardeceres.
siguieron pasando los días
y pudimos saber que sus padres eran de brasil, pero que propiamente él había
nacido en plena frontera, allí donde nace el imponente río orinoco; así que
podía decirse que el pertenecía un poco a esta tierra, a venezuela. entre
tantos encuentros en el día, y los ya acostumbrados intercambios de miradas,
ellos se fueron acercando y ya no eran dos sino tres. el chico del brasil y dos
amigos se acercaron una tarde con mucha presteza y naturalidad a hablarnos. la
simpatía fue instantánea, mis dos amigas revoloteaban a su alrededor, ora
inquietas, ora pálidas. entre risas y sonrojos, la euforia se desbordaba y
ellos con los ojos muy brillantes nos platicaban y hacían reír incesantemente.
mientras conversaban, yo podía ocuparme a placer, contemplando al chico del
brasil y pude detallar su estampa: era alto, delgado y fibroso, tenía brazos
fuertes, ancho de hombros, manos grandes y agrietadas que delataban duros
oficios. su cabello era castaño ondulado y sus ojos bastante rasgados eran de
un color pardo-ámbar-miel, su boca era gruesa y carnosa. su piel parecía hecha
de azúcar levemente quemada. todo su cuerpo sudaba placer y risas. su acento
era distinto, hablaba portugués y castellano con mucha fluidez. podía abarcar
cualquier tema, desde los resultados del partido de futbol, hasta de cómo el
río caroní moría al fundirse dentro del río orinoco. tenía el don de fluir, se
adaptaba a todo y nada se adaptaba a él.
era una “rara avis”
exudaba selva. una pieza del exhuberante amazonas que vino a parar a un
pueblecito del centro del país tan pacato y reposado. en esta contemplación nos
dieron las seis de la tarde, salí corriendo a mi casa, casi sin despedirme. el
tiempo había pasado sigiloso. el aire, aquella tarde se había enrarecido.
nuestros encuentros eran
diarios, entre clase y clase, nos volvimos inseparables: los tres amigos y las
tres amigas. enseguida fuimos blanco de comentarios malsanos, y muchas
señoritas se sentían gravemente ofendidas al verse ignoradas por el atractivo
foráneo, y peor aún, heridas en su orgullo tras ser desplazadas por unas
simples “niñitas”. nada de esto era de importancia, aunque ocurrieron varias
escenas desagradables, de celos tanto de mujeres, como de hombres totalmente
desplazados, nada contuvo esta simpatía perenne. nadie logró descifrar nunca la
real naturaleza de nuestras relaciones. uno de los amigos, el primer fiel amigo
del chico de brasil era un brillante estudiante, y poseía un hablar muy
ceremonioso, como de caballero andante. nos decía con voz engolada frases a la
manera de: “chiquillas están siempre muy hermosas como las rosas”. el otro
amigo era un chico muy tímido y muy pobre quién no hacía otra cosa que sonreír,
tenía bonitos ojos negros y miraba de soslayo a una de mis camaradas,
precisamente a la más vanidosa. la otra compañera la de los labios más
escarchados, por su parte comenzó a encontrarse a menudo “accidentalmente” con
el de la voz engolada, el fungía de dependiente de una pulpería-quincallería y
ella, caminaba siete cuadras bajo un sol abrasador sólo para comprarle objetos
tan imprescindibles como una vela o un alfiler. sin embargo, ambas opinaban que
el chico del brasil era el más atractivo, y cada una narraba una historia
distinta donde el, de algún modo u otro revelaba sus atenciones e intenciones
amorosas hacia ellas, estas historias eran un poco escuetas y teñidas de
incongruencias. pese a esto, en secreto, cada una suspiraba tanto por el tímido
como por el de la voz engolada.
¿y yo?. todo se retiraba
del camino y me dejaba sola, sola frente al chico del brasil. aún no se
descifraba su interés real. ¿qué hacía siempre tan próximo, tan cercano?. yo
sabía que miraba y mucho, pero nunca mencioné esto a nadie. él, ese hombre que
quemaba, que palpitaba lleno de vigor, al cual la ropa parecía estorbarle y no
dudaba en cortar pantalones y camisas para andar más a su “aire”. él, por
quienes mis vecinas gritaban cada vez que le veían pasar con sus primos en su
carro rústico abierto, aquellas tardes cuando regresaban del río y tenía aún
gotitas de agua en su torso desnudo, y estaba más desvestido que nunca. ese,
que parecía hechicero: un enigma, un misterio vivo sin respuesta alguna.
él, sí, él, me miraba a
mí, como si algo suyo se hubiese extraviado en mi interior.
en las mañanas no me hacía
temblar el frío insoportable de siempre, sino su risa tan cerca de mí, sus
labios mudos, o la cadencia de cada una sus palabras. caminaba a mi lado, a
veces en silencio y me miraba hondamente. ee convirtió en un ritual que pasara
frente a mi casa todas las tardes, en su bicicleta o carro rústico,
habitualmente desvestido (como siempre) con su mirada desnuda, que me desnudaba
a mí también.
siempre ocurrían los
milagros.
una tarde de septiembre,
mientras todos comían caña de azúcar en un jardín baldío. él se acercó a mí y
juntos nos alejamos del grupo, me pidió que cerrara los ojos y abriera mis
manos, obedecí con temor y temblor. asentó sus dos puños sobre mis palmas
abiertas, los posó primero suavemente y gradualmente logró un contacto más
fuerte. su cercanía me hacía sentir un mareo dulzón, porque el olor que
desprendía su cuerpo era puro río y selva. abrió los puños y dejó caer sobre
mis palmas tres piedritas, al menos eso sentí que eran. yo era toda sensación
en ese instante: el calor que me transmitía su tacto, me hacía escuchar cada
vez más lejos las voces y risas de nuestros compañeros. me dijo que abriera los
ojos y allí pude ver tres pequeños cristales, parecían cuarzos de forma puntiaguda.
eran simplemente preciosos. me dijo: “son unos casi casi” (casi diamantes) y
rio extrañamente, luego me miró con ardor y me dijo “guárdalos muy bien”. sus
manos se volvieron a posar sobre las mías reafirmando lo que me había dicho con
un gesto. nuestras respiraciones se acompasaron, en ese instante a través de
sus manos me transmitió toda la belleza de su origen, de esos paisajes
indómitos, sensuales y no editados por la mano del hombre, me cedió para
siempre esa alegría salvaje, esas ganas de vida que vibraban en el ímpetu de su
sangre.
a la mañana siguiente,
supimos que se había marchado. había regresado a la selva con su familia. hubo
un ensordecedor silencio. nuestra cofradía se disolvió al pasar de curso, nunca
más volvimos a establecer ningún tipo contacto. y sus dos amigos, tanto el
tímido como el ceremonioso abandonaron los estudios para trabajar de obreros en
una caballeriza. ninguno volvió a ser lo que era, parecía que el chico de
brasil se los hubiese llevado en su maleta. mi caso era distinto, él me había
quemado eternamente, me había regalado esa alegría inmortal de brasil, esa
magia que transmutaba la tristeza, la saudade en la más ardiente y jubilosa
vida. seguía leyendo a gutierre de cetina, ya con otro cariz, con otro sabor,
continuaba también examinando la forma de las nubes de atardeceres y esperaba a
que sonara mi canción favorita en la radio. a veces, a hurtadillas, en secreto,
abría las palmas de mis manos temblorosas, donde se posaban tres sublimes y
auténticos: diamantes.
Mariela Cordero, 1985. Venezuela. Abogado de la Universidad de
Carabobo (Venezuela). Participante del taller de Poesía Monte
Ávila Editores 2006, coordinado por el poeta Alfredo Chacón Ganadora
del III Concurso Radial y televisivo de cuento breve y poesía de la
Librería Mediática (2006) con el poema Hilvané tu
nombre (Caracas,Venezuela). Ha publicado en la revista digital e
impresa VOCES (España, nº 52) y en antología de
la revista literaria La porte des poétes, Association
Internationale La porte des poétes (París, junio
2008) Miembro del Círculo
Internacional de Literaturas Vanguardistas LA LUPE.
Miembro del Círculo de Escritores de Venezuela. Participante de la Antología poética “Cuadernos de Legados”
por Ediciones Legados. Madrid, España.
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