En el corazón del Brasil literário
Entrevista. Autor de una
treintena de libros, el brasileño Silviano Santiago, flamante Premio José
Donoso, visitó Buenos Aires. Claves de una obra única.
Por Mauro Libertella
Dentro de un par de años
va a cumplir ochenta y se podría decir que el señor hizo de todo. Escribió
ensayos, novelas, poemas. Enseñó en facultades de todo el mundo, de los dos
lados del Atlántico. Difundió y pensó los movimientos centrales de la cultura letrada
del siglo XX y lo más genial es que esa fuerza intelectual, que cristalizó en
casi treinta libros, no se eclipsa. En estos días, el brasileño Silviano
Santiago estuvo en Buenos Aires para el coloquio Literatura y Margen, el 2 y 3
de octubre, que la Untref organizó –bajo coordinación del escritor y académico
Daniel Link– para tenerlo entre nosotros. Hace semanas nomás le concedieron,
por si faltaban pergaminos, el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso.
Antes de viajar a la Argentina, uno de los escritores canónicos del presente
fue entrevistado por Ñ.
–Usted
se crió en Formiga, el interior de Minas Gerais. ¿Cuál era ese paisaje
cultural?
–Crecí con once hermanos y
una tragedia doméstica. Perdí a mi madre cuando tenía un año y medio de edad.
Crecí entre el exceso y la falta. Abrí espacio en la realidad provinciana y
contradictoria para hacer entrar en ella el placer de la lectura de historietas
(comic books) y la experiencia del cine estadounidense. Crecí en el clima de la
Segunda Gran Guerra (superhéroes, películas musicales y de guerra), asumiendo
un espíritu cosmopolita y tacaño.
–¿Cómo
era su familia?
–Padre dentista, madrastra
maestra de primaria. Del lado paterno, inmigrante italiano de Calabria; del
lado de mi madrastra, hacendado arruinado por la crisis del café. El, ateo;
ella, católica de ir todos los días a la iglesia. Con once hijos para criar, mi
padre quiso una buena educación para todos. En casa, estimulaba la competencia
y el desentendimiento entre los hijos. Somos individualistas por voluntad
paterna.
–En
1961 llegó a París para su primera residencia larga en ese país. ¿Cómo fue el
choque cultural?
–Enorme. El Brasil de
aquellos años no tenía bibliotecas ni museos modernos. Fui a hacer el doctorado
en literatura y me entregué a la lectura de autores contemporáneos y me deleité
con la historia universal de las artes plásticas. Lo único que no aproveché fue
la cinemateca de Langlois. Brasil tenía fantásticos clubes de cine e incluso
revistas de calidad (soy de la generación del “cinema novo”, de Glauber Rocha y
Joaquim Pedro, buenos amigos). Formiga era provinciana y Brasil, poco
actualizado en los problemas políticos del planeta. En un segundo largo viaje,
perdí por días los acontecimientos de mayo.
–También
vivió durante muchos años en Estados Unidos, como profesor universitario. ¿Cómo
era aquel mundo de las universidades?
–Mi experiencia como
profesor universitario en Estados Unidos fue fragmentada por la geografía del
país. Empecé en Nuevo México. Descubrí tanto el mundo indígena de aquella
región como de México. Antonin Artaud fue mi guía y abrió camino para la novela
Viaje a México y las lecturas de hoy de Aby Warburg. Seguí por New Jersey.
Descubrimiento de Manhattan. Trabajé durante el día y disfruté (swinger)
durante la noche. Cambié el cine por la música pop y el moderno teatro gringo.
Tuve grandes amigos como Luis Mario Schneider (a quien debo gran parte de mi
amor por la literatura hispanoamericana) y Helio Oiticica. Después, Buffalo,
campus politizado a fines de los años 1960. Marchas y sentadas. Black Panthers
y Young Lords se abren espacio en el mundo universitario. Ayudé en algo.
Posestructuralistas dominan el departamento de francés en el que brillan René
Girard y los visitantes franceses.
–Uno
de los temas en que usted trabajó fue el de la censura en las artes durante la
dictadura brasileña. ¿Cómo podría resumir el estado de esa cuestión durante los
años setenta?
–La censura en Brasil no
afectó tanto a la literatura. Los militares leen poco y saben que el pueblo
brasileño también. Afectó a las artes del cuerpo y el espectáculo, creando
nuevos héroes. Canción popular (Chico Buarque), teatro (Arena y Oficina) y el
cine (cinema novo). Había que poner el cuerpo a prueba delante de la multitud.
Pero la represión afectó a todos, indistintamente. Fue responsable, en la
literatura, por dos vertientes. Una literatura de tipo fabular (“esopiana”,
según Otto Maria Carpeaux), otra realista, que narraba lo que los diarios no
podían publicar (José Louzeiro). Efecto barroco (nuestro maestro Guimarães
Rosa), efecto naturalista (Rubem Fonseca).
–Muchos
de sus intereses aparecen en “En libertad”, uno de sus libros más conocidos.
¿Cómo encontró la estructura de ese libro?
–En la ficción tengo
dificultad para trabajar con el hecho real, inmediato. En virtud de la riqueza
semántica, prefiero elaborar la metáfora en la composición de paneles
históricos. Los guerrilleros narran las respectivas experiencias y la apertura
política emociona los actos políticos multitudinarios, como el de “Diretas já”.
Dramatizo en esa novela los dos meses en que Graciliano Ramos sale de la cárcel
en 1937 (hechos que no están en el clásico Memórias do cárcere ) e invoco, en
la segunda parte, el “suicidio” de Cláudio Manoel da Costa en el siglo XVIII
(hasta entonces no analizado por los historiadores canónicos). Graciliano
metaforiza la libertad de los guerrilleros y Cláudio los “suicidados” del
régimen militar, como el periodista Vladimir Herzog. Dicho esto, tenía en la
imaginación las experiencias de John Barth en la novela (en particular, Chimera
) y de Tom Stoppard en el teatro (en particular Travesties ). Siempre: Borges y
Marcel Schwob. Asumí el estilo de Graciliano y la primera persona de
ex-prisionero.
–Otro
libro suyo conocido en nuestro idioma es “Stella Manhattan”. Esta novela tiene
muchas referencias y alusiones a debates de la época. ¿Cuáles de esos tópicos
le parece que siguen vigentes?
–Publicado en 1985, Stella
Manhattan transcurre en el final de los años 1960. Ya es, por lo tanto, una
novela histórica de corto alcance. El libro se entromete en el ambiente del “
tout est permis ” de los años 1960 el desastre del sida, que se anunciaba en el
momento en que lo escribía. Por eso tiene cierto tono pesimista. Es un libro en
el que narrador y protagonista oscilan entre el masculino y el femenino y lo
viven como tal. El libertinaje y la lucha política de los exiliados y de los
hippies fueron corroídos, respectivamente, por los procesos de democratización
y de inclusión política, de los cuales Brasil es un ejemplo. Mientras que Em
liberdade habla de la vieja izquierda y de la lucha de clases frente al poder
dictatorial, Stella habla de la nueva izquierda y de las grietas que se abren
por el lado progresista del mundo artístico y pop. La lucha armada realmente
envejeció (¿pero habrá envejecido para siempre?), los reclamos homosexuales
siguieron y hoy alcanzan el nirvana en el casamiento gay. Más que instructivo,
es divertido para el autor leer esa novela en retrospectiva.
–¿Cuál
era el lugar del modernismo brasileño cuando usted comenzó a leer y a escribir
y cuál es hoy?
–Mi generación es hija de
los escritores modernistas. Nos subimos a sus hombros para mirar el futuro.
Cuando joven, participé de su estertor elitista, la poesía concreta, que acopla
Mallarmé a Pound y a Appolinaire. Por la experiencia extranjera, pude
involucrarme con la nueva novela de los franceses y el experimentalismo en la
prosa de ficción estadounidense e hispanoamericana. Pude desvincularme de una visión
estrecha de estética constructivista, pregonada por los modernistas y aceptada
como canónica por el arte brasileño en el siglo XX. Admití y elaboré
interferencias que “ensuciaban” el geometrismo futurista. Aclarada la
particularidad de la filiación, agrego que mucho de mi trabajo crítico traduce
el esfuerzo de circunscribir el movimiento a su notable espacio propio de
actuación y de actualizarlo por uno de sus aspectos, que pasa a ser instigador
y productivo a partir de los años 1960 –la antropofagia de Oswald de Andrade.
–¿Y
cuál es su balance del Tropicalismo y de la Antropofagia?
–Mirado desde lejos, el
Tropicalismo bebió inspiración en la Antropofagia de los años 1920, para
distanciarse de ella. En la mente y en la acción de los jóvenes artistas se transforma
en herramienta artística de agresión pública al sistema dictatorial instituido
en 1964. En este sentido, la eficiencia tropicalista no pudo coincidir con la
voluntad participativa de los intelectuales de más edad que deseaban una
participación fundada en la pertenencia partidaria a las políticas de fondo
marxista. El Tropicalismo opta no por las políticas de la necesidad, sino por
las políticas del deseo y del placer, estableciendo puentes con la juventud
francesa y estadounidense. Mantiene un compromiso fundamental con las clases
medias jóvenes, letradas y urbanas. El Tropicalismo envejece sin poder dejar
hijos políticos, porque la nación y el mundo cambiaron y requieren otros
desarrollos antropofágicos. Envejece, pero deja grandes e incuestionables
conquistas en el campo del comportamiento. La Antropofagia puede tener más
larga duración. Abandona el campo estrecho de la crítica al colonialismo
europeo, para ampliarse en las teorías poscoloniales y en la inevitable
aparición de formas inesperadas de neocolonialismo.
–Muchos
críticos lo sitúan en una tradición de autores que cruzan géneros, que barren
fronteras. ¿Se siente cómodo en ese linaje?
–Si me afilian a los
autores que cruzan, descruzan y recruzan géneros, desconstruyendo, están en lo
cierto y deben apoyarse en mi primer maestro, André Gide, y en mi disciplinador
filosófico, Jacques Derrida. Soy obsesivo e infiel por naturaleza. Soy también
individualista y, al mismo tiempo, me divierto despersonalizándome, medio a la
Fernando Pessoa. Por otro lado, por defecto profesional (profesor investigador)
me gustan los clásicos de la prosa de ficción. No me satisface la narrativa de
la miseria ajena que fundamenta el trabajo de algunos escritores actuales, pero
siempre estaré a favor de una literatura romántica (en el sentido amplio del
término), aquella que, como el pelícano de Alfred de Musset, entrega su propio
corazón a sus hijos hambrientos. El profesor leyó de todo y el escritor fue
selectivo sin ser intolerante.
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