CANTA LO SENTIMENTAL - CUENTO
Para Amanda
La gente comió hasta hartarse. También bebió generosamente. Pero aún así sobró de todo. Incluso quedaron algunos platos intactos, aquellos que más trabajo le habían dado a Yves elaborar: soufflé au fromage y la terrine de saumon aux epinards, algunos de cuyos ingredientes, como el salmón y el queso gruyére, había tenido que pasar escondidos entre la ropa en el último viaje a Cuba.
–Eso es jama de yuma –le dijo Pelencho en medio de la burla general–; lo de nosotros es la fibra roja. Usted eche carne y deje la pajarería.
La que no toco nada fue Petrona. Había pedido encargarse de la música, y en eso estuvo toda la noche, desempolvando vinilos y cintas de Arsenio Rodríguez, Barbarito, el Benny, Tito Gómez, el Conjunto Casino, Chapotín y Olga Guillot, entre otras reliquias. Al principio su selección fue recibida con unánime protesta, pero luego la gente se fue abandonando y hasta hubo quien aprovechó aquello de “los aretes que le faltan a la luna” para descargarle a la vecina, mientras se la acomodaba contra el cuerpo.
– ¿Qué le sirvo? –preguntó Yves a Petrona.
– Nada. Estoy bien así. Después de las siete la comida me cae de bala –respondió ella, mientras le pasaba un paño a un LP de Meme Solís con su cuarteto–. A mi edad una se alimenta mayormente de otras cosas.
– ¿Esa música la pone triste?
– Un poco. Pero no te preocupes. Es una tristeza que me gusta.
– ¿No aprueba el viaje?
–Si ésa es su decisión, ¿qué puedo yo decir?
–Se la voy a cuidar.
Pelencho logró centrar la atención a puros gritos, y propuso un brindis. Dijo que tenían muchos motivos para celebrar, principalmente que había de comer y de beber, bromeó, y que su hermana partía esa noche rumbo al hielo, pero que donde quiera que hiciera el nido debía saber que se llevaba con ella lo más sagrado que puede tener un hombre y también, ¿por qué no?, una mujer: la familia.
– ¿Qué dices, Pelen? ¿Nos vamos todos? –preguntó, en medio de su sopor, el tío Paco; pero nadie le hizo caso.
La gente levanto su copa y bebió. Yves pidió que hablara Carmelita, pero ésta, muy emocionada, dijo que no con la mano, y se retiró a la cocina con el pretexto de llevar unos platos usados. En medio de la efusión de los brindis, Nelson, el mayor de los primos invitados a la fiesta, escondió una botella de Chivas debajo de la camisa y salió para la calle sin mirar a los lados ni despedirse de nadie.
Cuando el taxi llegó llovía a cántaros. Por eso se despidieron en la sala. Fue una ceremonia breve, con poco dramatismo, algunos chistes gruesos y muchos deseos de que a la niña le fuera bien en “la patria de Alain Delon”. Petrona se acercó la última a abrazar a Carmelita. Le dio la bendición a la nieta, después de pedirle que se mantuviera honrada y limpia, como ella le había enseñado. Le recordó, además, que Yves era hombre fino, de muy buenas costumbres, y le sugirió que aprendiera rápido el idioma, para que entendiera y se hiciera entender sin intermediarios con su nueva familia.
Carmelita dijo a todo que sí, y estrechó largamente a la vieja.
–Usted no se preocupe por nada –le susurró–. Yo la voy a ayudar desde allá con algún dinerito, y también le voy a mandar sus medicinas… Un año pasa volando.
De Cruces a La Habana había unos cientos de kilómetros, y debían estar en el aeropuerto a las seis de la mañana. El auto avanzaba con dificultad, batido por ráfagas intensas de lluvia y viento, que limitaban mucho la visibilidad. El chofer buscó música en la radio, pero no llegó a pasar de la estática. Yves le dijo que preferían continuar en silencio; tal vez pudieran dormir un poco antes del vuelo. La muchacha no pegó un ojo en todo el trayecto.
Fue una tarde de noviembre en Cabaiguán. La temible roya del tabaco devastaba las plantaciones, y hasta allí movilizaron a un contingente de estudiantes de Agronomía de la Universidad Central. Carmela y Marcela, la compañera de cuarto, se habían retrasado en el cumplimiento de la norma, y todavía les faltaba revisar nueve surcos completos cuando comenzó a llover. Las gotas parecían piedras lanzadas desde el cielo, que rápidamente se tornó sombrío. Las muchachas salieron a la carretera. Ya no quedaba ni un solo camión. Intentaron guarecerse debajo de un ácana, pero el árbol no les brindaba cobijo suficiente. Ateridas, sin poder oírse bajo el fragor de la tormenta, decidieron emprender la marcha: una legua bien medida hasta el campamento, y para colmo con el aire en contra. Y así anduvieron por espacio de tres kilómetros hasta que unos faros, tras de ellas, las iluminaron, recortando sus siluetas contra la noche que el aguacero había adelantado.
Era un Land Rover azul, recién sacado de la agencia. El auto detuvo la marcha junto a las jóvenes. En fluido español aunque con acento galo, el conductor, un hombre de mediana edad, las invitaba a subir. Dudaron un momento. Marcela tomó la iniciativa y abrió la portezuela. Carmelita fue literalmente arrastrada por su compañera hacia el interior del carro, que continuó la marcha.
El chofer, sólo en el asiento delantero, conducía y las miraba por el espejo retrovisor. Intentó un chiste.
–Parece que va a llover.
Ellas pasaron por alto la broma, ocupadas como estaban en escurrir sus cabelleras debajo de los pañolones de colores.
–Vamos hasta el campamento La Candela. Nos deja donde pueda –dijo Carmelita–. ¡Ah!, y muchas gracias.
Les informó que más adelante la carretera estaba interrumpida: un tractor impactó a un camión cargado de caña; no, no había muertos, tampoco nadie resultó herido. Él podría llevarlas hasta el campamento, ¡no faltaba más! , pero antes deberían hacer una parada en el camino, resolvía pequeños asuntos y así esperaba a que se despejara la vía.
Marcela cambió un guiño con Carmelita y le dijo que sí con la cabeza. Carmelita miró a través del cristal de la ventanilla, donde el agua no había dejado de golpear, y no vio nada. La oscuridad era total.
–Por nosotras no se preocupe. Caminando demoraríamos más –intervino Marcela.
–Entramos acá –les comunicó unos seiscientos metros más adelante, y torció el timón a la derecha.
El auto enfiló por un sendero empedrado que conducía al Centro Comercial “Los Caneyes”, una suerte de complejo con tiendas de víveres, de ropa y artesanía de gusto más que dudoso. También había un restaurante y una cafetería.
El hombre descendió a la carrera, no sin antes encender el reproductor de discos.
No llevaba con qué cubrirse y el agua lo castigaba fuerte. Las muchachas quedaron esperando. No eran exactamente amigas y tenían poco de qué hablar. Escucharon en silencio a Paul Mc Cartney; interpretaba The Songs We Were Singing. Marcela conocía la letra, y se puso a seguirla. Las dos sentían mucho frío. También hambre. Cuando el disco iba por Someday volvió Yves. Traía dos sombrillas de colores vivos, con motivos florales. Abrió la portezuela por el lado de Carmelita y la invitó a bajar. Ella accedió. El hombre la escoltó hasta el edificio. Luego vino por Marcela y repitió la operación. De una bolsa sacó dos toallas de regular tamaño y se las ofreció a las jóvenes. Ellas se negaron a aceptarlas, pero él dijo que iban a resfriarse, que luego se las podían devolver. Les entregó la jaba y les sugirió que fueran al baño a cambiarse. Se verían en el restaurante en diez minutos.
Carmelita dijo que de ninguna manera, que ya le habían causado demasiadas molestias, que ellas esperaban allí. Él argumentó que había hablado con la Estación Experimental de los Caobos; aún la policía no había apartado los vehículos a la cuneta, y tardarían, con suerte, una hora en hacerlo.
En el restaurante, vacío, el pródigo extranjero tomaba una copa de añejo. Las muchachas lo vieron desde la puerta y fueron hasta él, que les ofreció asiento. Vestían pulóveres nuevos. El de Marcela era celeste; el de Carmelita, negro. Ambos tenían mensajes alusivos a la Revolución; incluso uno, el de Marcela, traía impresa la célebre foto que Korda le tomó al Ché, aunque en versión pop. Las dos eran bellas, cada una a su manera. Carmelita, trigueña, estatura mediana, ojos negros y grandes, compacta sin estar pasada de peso, bien distribuida; lo característico en ella era un hoyuelo en la barbilla, que se acentuaba cuando sonreía. Por su parte, Marcela era inexplicablemente rubia y con una estatura infrecuente entre las mujeres de la Isla, algo así como un metro setenta; “tamaño de modelo”, decían sus admiradores; su desenvoltura y seguridad en sí misma resultaban algo intimidantes para los chicos de su colectivo: era una mujer hermosa que ejercía, a plena conciencia, esa condición.
Como las muchachas no se decidían a pedir, él lo hizo por ellas: una sopa de pollo bien caliente, bistec de palomilla con papas fritas y ensalada de lechuga y tomates; de postre, natilla de caramelo; ah, y un café expreso, “de verdad, fuerte y con espuma –dijo, con desenfado, Marcela – y no como el que dan en el campamento en el desayuno”.
Luego pasaron a las presentaciones. Se llamaba Yves y provenía de Marsella, de una familia de agricultores. Su especialidad era los suelos, y en Cuba formaba parte de un equipo de la FAO que estudiaba el galopante aumento de la salinidad de ciertas zonas del país: de ocho millones y medio de hectáreas cultivables, un millón ya estaba salinizado y otro iba camino de perderse. Como veían, la situación se presentaba más que crítica. Llevaba un mes en la Isla, pero el trabajo era tanto que no había podido ver otra cosa que los campos en donde estaban haciendo las investigaciones.
La conversación fue distendida, por ratos alegre, y los tres se sintieron bien, intercambiando informaciones sobre sus gustos en materia de cine y de música: Brian de Palma y Credence, Marcela; Wajda y Sabina, Carmelita; el francés, muy nacionalista, prefería a René Clément y Juliette Greco.
Ya en los postres Yves recibió una llamada al walkie-talkie: la vía quedaba libre, podían seguir el camino. ¿Se volverían a ver?, quiso saber el visitante. Seguramente, opinó Marcela; ellas estaban siempre por ahí, en los campos, y les faltaban todavía veintiún días para terminar la movilización. Carmelita no dijo nada, aunque pensó que si las veían llegar a La Candela en el tremendo carrazo, como mínimo iban a ser la comidilla de todo el albergue.
Media hora después las muchachas se bajaban a la carrera del auto, que las dejó justo frente a los dormitorios, en un lodazal intransitable. Carmelita, bajo la lluvia, buscó un balde de agua hirviendo de la cocina y preparó el baño para las dos; ni pensar en meterse directamente bajo las duchas, desiertas a esa hora: había que prevenir un pasmo, como diría su abuela.
–¿Qué te pareció el franchute? –preguntó Marcela.
–Normal –respondió Carmelita mientras se aplicaba un poco de shampoo.
–¿Eso nada más?
–También sencillo y simpático.
–¡Está buenísimo, comadre! –casi gritó Marcela, que se afeitaba las piernas –. ¿Te fijaste lo bien que le quedan las canas y las gafitas John Lennon? Mañana mismo lo salgo a discutir. Como se ponga a tiro, me lo llevo en la punta del pico.
–Por Dios, Marcela, qué cosas tú dices.
Pasaron tres semanas y Carmelita no volvió a saber de Yves. Tampoco tuvo el cuidado de preguntarle a Marcela, ahora en otra brigada, si lo había vuelto a ver. Con los rollos de las normas elevadísimas y los parámetros de la emulación no tuvo ocasión de pensar en otra cosa. También estaba Ramiro, que cada vez se le insinuaba más, y ahora sí, pensaba ella, iba a terminar por declarársele, luego de haberle estado arrastrando el ala los tres años de preuniversitario.
Ramiro era de Camajuaní. Un mocetón sanote, de pocas palabras, muy excelente en matemática y deportes; compañero leal y con alto sentido de la justicia. A su lado Carmelita se sentía protegida, y aunque ella aspiraba a más se había propuesto no forzar las acciones. Era evidente que el joven, muy popular, la prefería al resto de las chicas de la escuela; la buscaba a la hora del recreo y siempre la acompañaba un buen tramo los días de pase, hasta que ella agarraba el camión para su pueblo. En dos palabras, le gustaba. Era una relación ligera, sin tormentos, que ya maduraría. Ambos escogieron la misma carrera y ahora, en las jornadas productivas, permanecían juntos las veinticuatro horas del día, se esperaban para ir al comedor, participaban en las mismas reuniones de la brigada y hasta veían ciertas noches la telenovela sentados hombro con hombro en los bancos del área recreativa, a pesar de que el muchacho prefería seguir la serie de pelota, sintonizada en el televisor del Puesto de Mando.
El trabajo productivo llegaba a su fin. Esa noche sería la gran fiesta. Vendría una orquesta de La Habana, habría lechón asado y se darían los resultados finales de la emulación. El albergue parecía un avispero que hubieran alterado con humo. La gente, eléctrica, corría de un lugar a otro, intercambiaba bromas y prendas de vestir. Incluso Vinagre, el jefe del contingente, estaba de buen humor, seguro, decía, de haber alcanzado el primer lugar en la provincia.
Hubo que esperar tres horas por los músicos. La guagua se les rompió en Santa Clara y trasbordaron a otra, Leyland, muy vieja, que iba soltando las piezas por el camino. Pero al fin estaban ahí: “Yumurí y sus hermanos”, una agrupación reciente pero ya muy popular.
Después de los discursos de rigor, que nadie escuchó, de algunos lemas repetidos mecánicamente y varios intercambios de banderas y gallardetes, los jóvenes se dieron al baile con la energía propia de sus años.
Aunque estaba terminantemente prohibido, en la fiesta circuló el alcohol, en la variante chispa e’ tren, un brebaje infernal con muchos grados que fabricaban los guajiros a partir de rudimentarias destilaciones del jugo de la caña. Carmelita no bebió, pero Ramiro sí le dio duro al trago. De alguna manera ella lo aprobaba, pues la bebida, ahora lo notaba, lo desinhibía al punto de llevarlo a reinventar atrevidos pasillos de casino y hasta a contar chistes que, francamente, no le quedaban nada bien, pues omitía datos importantes y repetía otros. Pero igual a él le parecían muy buenos, y se desmorecía de risa. Carmelita estaba alegre con la alegría de Ramiro, que por momentos la apretaba con efusividad en alguna de las vueltas del baile, a la espera de un bolero que les proveyera el sosiego necesario, en medio de la multitud, para iniciar cierto intercambio íntimo.
Al fin llegó el numerito: “Canta lo sentimental”, interpretado por Yumurí con mucho feeling: “Para volar mi paloma se pierde/ como un pañuelito de luz./ Baila la lluvia y dentro de mí/ canta lo sentimental”. Carmelita pegó su cara a la de Ramiro, que comenzó a hablarle al oído. El muchacho tenía aliento a cigarrillos negros y alcohol; esa mezcla le pareció a ella el mejor de los perfumes.
–¿Te sientes bien? –galante, quiso saber Ramiro.
–Nunca he estado mejor –coqueta, respondió Carmelita.
– Mira, a mí no se me dan muy bien las palabras y eso. Y no sé si podré decirte exactamente lo que quiero.
–Tú arranca, que si te trabas yo te empujo.
– No, en serio, es algo muy importante. Le vengo dando vueltas desde hace años, y creo que ahora es el momento de que tú sepas que…
– ¡El Rami! –lo interrumpió un fuerte manotazo por la espalda, que le hizo perder el paso. Tato, el capitán del equipo de básquet, lo saludaba con dolorosa efusividad. – Vaya, tóquese ahí –le extendió una botella disimulada dentro de una bolsa de papel –. Enséñele a ese pollo –ahora se refería a Carmelita – cómo le damos la gente del Barrio de los Chivos.
Ramiro se pegó al pico de la botella, no tanto por reactivar la dosis de euforia como por concederse unos segundos para poder organizar mejor el torpe discurso que ya había comenzado. Regresó el recipiente a Tato y quiso volver a lo suyo, pero éste estaba en pleno ataque de sociabilidad: llamó a gritos a Caruca, su más reciente conquista, que se encontraba algo apartada de la improvisada pista de baile, para que se sumara al grupo. Y a todas estas el bolero se escapaba.
Vino una guarachita. Ramiro y Carmelita fueron literalmente conminados a formar con ellos una reducida rueda de casino. Después de la guaracha, un son; y luego, un género más rápido aún, la timba, donde la densa masa de sonido casi no dejaba seguir la melodía: se bailaba separado, cada cual haciendo sus propias evoluciones que llegaban al paroxismo en la parte llamada “masacote” o “picadillo”, un segmento dominado por el piano y la percusión (preferiblemente el cencerro) que los danzantes acogían con movimientos convulsos, entre epilépticos y eróticos.
El alcohol seguía subiendo, o bajando, de acuerdo como se mire. Ramiro se había puesto torpe. En más de una ocasión plantó su bota rusa sobre el delicado pie de Carmelita, que se esforzaba por no perder el humor. También las voces subieron de tono, y entre pieza y pieza se deslizaron algunos cuentos bien groseros, que ella no acogía con igual entusiasmo que sus compañeros.
De pronto Tato propuso que dieran una vuelta para refrescar. Ella trató de detener a Ramiro, pero éste ya estaba impulsado. Tato ejercía sobre él un visible liderazgo, y no sólo en el tabloncillo de juego. Rodearon el campamento casi hasta el borde de la carretera. La noche estaba clara y se distinguían los campos perfectamente sembrados y las moles de las casas de curar tabaco, algo tétricas a esa hora de la noche. Tato tomó a Caruca de la mano y, antes de perderse con ella surco a dentro, le susurró a Ramiro:
–Es hora de llevarse el gato al agua.
Ramiro intentó arrastrar tras de sí a su muchacha.
– ¿A dónde vamos? –se resistió Carmelita, junto a un almácigo frondoso.
– Ya lo oíste, a dar una vuelta.
– No hay por qué seguirlos a ellos; no estamos pegados por la tripa. Nosotros tenemos una conversación pendiente.
– ¿Tú no sabes lo que yo quiero decirte?
– No soy adivina.
– ¿Ni siquiera te lo imaginas?
– Concho, Ramiro… –concedió ella.
– Ves, chica, lo sabes. ¿Para qué entonces me vas a poner en ese aprieto?
– Porque necesito oírtelo decir, estar segura. Para mí es importante.
– Mira, vamos hasta aquella casa de tabaco –señaló hacia el frente –. Allí podemos hablar con tranquilidad, sin tanto ruido.
– No, hay muchas arañas. Tú sabes que les tengo pánico.
–Estás conmigo. No te va a pasar nada.
–Pero sólo un ratico. Mira que mañana los camiones salen temprano.
Caminar sobre los campos roturados no es cosa fácil, y en más de una ocasión los jóvenes estuvieron a punto de caer por las irregularidades del terreno. Ramiro, que iba detrás, sostenía firmemente a Carmelita por la cintura, a pesar de que el alcohol ya había trabajado su propio equilibrio. La brisa húmeda de noviembre los envolvía.
Llegaron. La puerta sólo hubo que empujarla. Esperaron unos segundos a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Un movimiento rápido y algo sonó al fondo; era el ruido como de un jarro metálico que golpeó el suelo.
–Aquí hay alguien –susurró, asustada, Carmelita.
–Gente del campamento seguro. Debe haber venido a lo mismo que nosotros.
–¿A hablar?
–Coño, Carmela, ¿tú eres boba o te haces?
–Pero me dijiste…
Él la empujó suavemente, aunque con firmeza, contra uno de los horcones que sostienen la estructura de madera y yagua. Con un beso le tapó la boca, mientras una de sus manos torpemente comenzaba a recorrerle el cuerpo a la muchacha, que no terminaba de ofrecerse.
–¡Aguanta ahí, Ramiro, que esto no es así! –casi le gritó ella, tratando de romper el abrazo.
–Vamos a aprovechar ahora, vieja. Mañana hablamos –intentaba él reiniciar las acciones.
– No, ni siquiera nos hemos comprometido.
–¿Comprometernos? ¡Pero qué anticuada tú eres, chica! Por eso te dicen la monjita.
– ¿Me dicen qué? –se alteró ella.
– Todo el mundo, desde la secundaria.
– ¡Ah no!, esto es demasiado –protestó Carmela –. Yo me voy para el albergue.
–¡De eso nada, monada! Usted de aquí no se mueve. A mí tienes que respetarme como hombre, vinimos a apretar y no me voy a ir así, sin nada. Y baja la voz que nos deben estar oyendo.
– Estás borracho, Ramiro –trató de apaciguarlo ella –. Es nuestra primera vez y mañana nos va a pesar.
– No hay mañana que valga –dijo el muchacho en un tono nada amistoso.
Ella lo empujó con alguna violencia y trató de encontrar la puerta. Pero nada más pudo dar dos pasos. Él la atenazó por un hombro e intentó volverla. Pelearon. Hubo arañazos, desgarrones. Era una batalla sorda. Ramiro, superior físicamente a Carmelita, no podía controlar la fuerza de su dignidad ofendida. Sin querer le propinó un contundente golpe en el mentón a la muchacha, que dejó de luchar y se desmadejó en sus brazos.
– ¿Qué pasa ahí, caballero –preguntó una voz de hombre que venía del fondo.
– Nada, compadre –respondió Ramiro, muy asustado –. Parece que la jeva no se siente bien.
– Sácala para que coja un poco de aire, viejo. El olor del tabaco marea –intervino otra voz, ahora de mujer, presumiblemente la pareja de quien había hablado primero.
Ramiro arrastró a Carmelita hasta el exterior. Ella no volvía en sí. Se la echó al hombro y se dirigió a la carretera, en busca de auxilio. Estaba aterrado por la falta de reacción de ella. Abandonó el cuerpo contra una cerca de piedras y salió corriendo rumbo al campamento. No vio el auto que inmediatamente se detuvo junto a la muchacha. Era un Land Rover azul que parecía nuevo de paquete.
El apellido de Yves era Dessau. Con estudios en la Universidad de Dijon, en la Escuela Nacional Agrícola de Montpellier y un doctorado en la Universidad de Davis, Estados Unidos, era considerado por sus colegas un especialista jovial y dedicado, incansable en los trabajos de campo, los cuales estaba dispuesto a realizar hasta en los más apartados rincones del planeta. Por eso en 1975, cuando le dieron a escoger entre Holanda, el estado norteamericano de Utah y Australia para sumarse a cualquiera de los equipos de expertos de la FAO que implementarían técnicas para combatir la desertificación, no lo dudó un momento. Iría a la tierra de los canguros y los dingos: tenía treinta años, ninguna relación amorosa lo suficientemente fuerte como para anclarlo en París, y no lo asustaba la enorme distancia que pondría entre él y sus seres más queridos: los padres, los hermanos y dos o tres amigos que arrastraba desde la infancia, y los cuales, decía con ironía, se empeñaban desde entonces en separarlo del recto camino.
Lo destinaron a un villorrio relativamente cerca de Perth, en el extremo suroeste de Australia. El gabinete lo conformaban, además de él, tres hombres y una mujer, Amber, italiana de veintidós años, recién graduada en Estadísticas. No necesitaron mucho tiempo para enamorarse. Las largas y solitarias noches en el desierto, con un cielo imponente, casi siempre empedrado de estrellas, hicieron lo suyo. Cuando vinieron a ver, estaban compartiendo la misma barraca y prodigándose cuidados y atenciones que franqueaban la barrera de la amistad.
Fueron meses gozosos. Para Amber, Yves representó no sólo un apoyo emocional, sino que, además, encontró en él un jefe comprensivo, alegre compañero de las horas libres; y, por si todo esto fuera poco, un estupendo amante, como no había conocido a nadie entre los chicos de su edad. No era un Adonis, es cierto, pero tampoco estaba mal del todo. Tantos meses a la intemperie, le escribió Amber a una amiga, le habían dado cierto aire far west muy atractivo.
Por su parte Yves amaba en la italiana su espontaneidad, su falta de prejuicios, su agudeza a la hora de los análisis, su capacidad de ternura, su buen humor y su cuerpo, cincelado con proporciones exactas en una piedra desconocida y preciosa. Era morena, atlética, con la cabellera rizada y unos ojos color aceituna no desprovistos de misterio. Se sentía inspirado ante su desnudez, lo que lo llevaba a improvisar posiciones y técnicas amatorias sorprendentes –seguramente inventadas por otros, pero para ellos eran inéditas.
En Amber se estrelló la vocación pigmaliónica de Yves. Para nada la muchacha era un diamante en bruto. Tenía muy buenas lecturas, conocía tres idiomas, y sus ideas políticas –de izquierda– eran obstinadas y claras, lo contrario de Yves que, con su mente cartesiana, había adoptado una concepción bastante maniquea del mundo: los que no eran “buenos” entonces eran “malos”; resultaba problemático que unos y otros frecuentemente intercambiaran sus roles, y él se sentía sin orientación.
Durante el año que duró la experiencia australiana la pareja adoptó algunas reglas que harían, como si eso fuera posible, más singular aún la convivencia: sólo oirían música brasileña, especialmente Heitor Villalobos y Tom Jobim –que les enviaban a mares colegas destacados en esa zona del mundo–; beberían alrededor de diez vasos de agua por día –para mantenerse hidratados–; se comunicarían sólo en español –lengua en que los dos se manejaban con soltura y que les parecía muy romántica–; nunca hablarían de trabajo fuera de la jornada laboral, y cada noche, antes o después de hacer el amor –ya lo decidiría la práctica–, compartirían la lectura en voz alta de Guerra y paz, de León Tolstói. Esto último había sido propuesto por Amber, que tenía a Natasha Rostova como su personaje literario inolvidable. Yves acogió la iniciativa con entusiasmo, pues compartía con el autor eslavo cierto optimismo visceral. El punto de discusión fue el idioma en que solicitarían la novela, pues ninguno de los dos conocía el ruso. Finalmente se decidieron por pedir a la Biblioteca Central de Sydney una edición en inglés, la más autorizada que hubiera.
Al término de la misión la solidez de la pareja se puso a prueba. Yves partió hacia Chad y Amber aceptó un trabajo en Nicaragua. Pero la separación duró unos meses. Aunque se habían jurado vivir una relación “desnuclearizada”, según los términos de Amber, los dos comprendieron que se necesitaban, sobre todo físicamente, y que ya estaban experimentando los primeros síntomas de la abstinencia, decía Yves: falta de concentración en el trabajo, melancolía, humores cambiantes y descuido en el aspecto personal. Rápido solicitaron ser trasladados a algún destino donde pudieran volver a “integrarse como equipo”, pero no lo consiguieron: donde hacía falta un agrónomo sobraba un estadístico, y viceversa. Así es que en 1977 se establecen juntos en París. Yves enseñaba en una universidad y dirigía un tema de investigación en un instituto para el desarrollo del llamado Tercer Mundo, y Amber se dedicaba a estudiar demografía.
Aquella pasión inicial se fue convirtiendo con el tiempo en un amor reposado, cargado de sutilezas y emociones profundas. Absorto cada uno en lo suyo, podían pasar todo un día en la misma habitación sin cambiar palabra. Pero no era necesario. Se sentían estar, se sabían al alcance de una caricia. Claro que la convivencia no estaba exenta de conflictos, pero estos eran menudos, generadores de tormentas que se disolvían con la misma rapidez que habían surgido.
La primera señal de alarma la tuvo Yves en 1990, una mañana de domingo. Como era costumbre, saldrían a caminar por los Campos Eliseos, sobre el mediodía almorzarían algo ligero en el Chez Eux, un restaurante cercano a la Place Saint Sulpice, y a la tarde irían a un cine universitario para ver un filme de Jacques Tati, actor que ambos adoraban. Amber opinó que el programa era aburrido. Yves, desconcertado, propuso cambiarlo, pero ella dijo que no, que a él le daría placer; que fuera solo. Ella había quedado con unas amigas sicilianas, de paso por París, para verse y tomar algo.
–Pero no me dijiste nada –protestó Yves–. Hubiéramos podido invitarlas acá.
–Lo olvidé. Disculpa. Anda, diviértete. Nos vemos a la vuelta.
Yves salió a la calle de mal humor. Con el tiempo se había vuelto ritualista, y este cambio repentino en los planes lo descolocaba. Se dirigió a la Rue Joseph Granier, donde unos libreros de segunda mano exhibían la mercancía. Allí encontró, entre otras ofertas tentadoras, la edición príncipe de Pavot et mémoire, de Paul Celan, a un precio más que razonable. No la adquirió, pensó, pues no tenía ánimo esa mañana para tratar con suicidas. En cambio se hizo con un tomito de poemas escogidos de Aimé Césaire. Ese curso contaba con varios alumnos de Martinica, y seguramente intercambiarían sobre la negritud y otras corrientes de pensamiento afines. Regresó temprano a la casa, se preparó un par de huevos con jamón, y el resto del día lo dedicó a calificar exámenes.
Amber llegó sobre las ocho de la noche. Se asomó al estudio donde Yves trabajaba, pero no dijo nada. Volvió a cerrar la puerta con mucha delicadeza. Cuando Yves pasó al dormitorio, la mujer estaba sumida en un sueño profundo. O eso parecía. A la mañana intercambiaron las tradicionales formas de saludo, y cada cual acudió a cumplir con sus obligaciones. A partir de ese domingo Yves fue “recogiendo” indicios preocupantes: su mujer salía rigurosamente vestida del baño, cosa rara en ellos, que habían ejercido desde el mismo día en que comenzaron a convivir una desnudez liberadora; evitaba rozarlo siquiera cuando compartían el lecho, donde había trazado una frontera imaginaria pero, al mismo tiempo, inviolable; se mostraba sumamente crítica con aquellas cosas de él que antes la divertían: sus distracciones, sus inofensivos olvidos; comenzó a usar una manta individual y, lo que le pareció más duro de todo, no lo besaba, ni siquiera cuando se despedían en la mañana o se volvían a encontrar por las tardes.
Durante semanas él esperó por si Amber quería comunicarle alguna cosa. Confiaba en ella, en su integridad y en su buen juicio, y ni siquiera le pasó por la cabeza que hubiera un tercer término en la ecuación de su vida íntima. Como no tomaba la iniciativa, una mañana, mientras ella regaba las plantas del balcón, Yves la conminó a explicarse. ¿Qué pasaba? ¿Notaba cuánto se estaban alejando? No sabía, dijo la italiana; sentía que algo se había roto pero no podía decir qué ni cuándo. Debía ser una crisis pasajera. Eso sucedía en todas las parejas. Sí, pensó él, podía ser un poco de cansancio, pero no de su parte. Y se ruborizó al recordarse espiando a Amber mientras se duchaba y cuando hacía su rutina de calistenia, algo que ahora le resultaba dolorosamente erótico.
Pero no pasó, sino más bien fue ahondándose la grieta. Próximo a cumplir los cincuenta años, Yves reconoció con pesar que su relación con Amber carecía de misterio, y no estaba dispuesto a seguir “deshojando el árbol de una vida mediocre”. La frase, tomada de una canción – ¿un tango acaso? –, aunque ridícula, le pareció ajustada a su condición de abandonado virtual.
La tapa al pomo se la puso una prueba de colon que le indicaron a Yves a causa de unos desarreglos gástricos que venía presentando. Amber lo ayudó a prepararse la noche anterior. Pero a la mañana no lo acompañó al laboratorio. Una reunión inaplazable se había puesto por el medio, que la llamara cuando terminara para pasarlo a recoger; y si se sentía bien, mejor sería que tomara un taxi hasta la casa. Ella estaría muy ocupada todo el día.
Por eso veintiún días después, la tarde que Yves salió de la clínica con los resultados negativos del análisis, no lo pensó más y fue por Amber al Instituto de Estudios Demográficos, la esperaría a la salida para invitarla a un café cercano –el del Russell Hotel podía estar bien –, y le comunicaría su decisión de abandonarlo todo, la universidad, Francia y ella incluidas.
No, Amber no estaba, le dijo la secretaria del Departamento. La mujer, una argelina delgadísima, le leyó una nota que Amber había dejado para él, por si llamaba: iba a estar fuera de París atendiendo a unos japoneses. Llegaría tarde a la casa, que cenara lo que le había cocinado y que no olvidara, al acostarse, dejar al gato afuera.
Yves salió nuevamente a la calle y, contra sus principios, echó a andar sin rumbo fijo.
Próximo a la Gare San Lazare vio, a la distancia, a Amber con un grupo de colegas. Estaban sentados en una terraza y disfrutaban el buen tiempo; bebían café y ajenjo. A Amber se le notaba dueña del terreno: era la que más gesticulaba, la que más aprobación recibía de sus contertulios, la que más reía. Eso, la que más reía. Justo como Yves no le había visto desde hacía ¿uno, dos años? A su lado, un hombre moreno y atractivo. Entre los dos había una proximidad sospechosa.
Cuando Amber llegó al apartamento, un poco pasadas las once de la noche, no encontró a Yves. También habían desaparecido algunos libros, ciertos discos y toda su ropa. Sintió el impulso de localizarlo, pero se contuvo. Aunque le dolía el pasado no exento de gloria, tenía que reconocer que cierto sentimiento de alivio la embargaba. No volvería a sentirse culpable ante la perruna comprensión de Yves. Nunca más. Podía jurarlo.
Yves abandonó el auto a toda carrera para socorrer a Carmela, que comenzaba a mostrar signos de recuperación.
–¿Qué ha pasado? ¿Te llevo al hospital? – preguntó alarmado.
– Nada. Es sólo un mareo –respondió ella incorporándose con cierta dificultad –. El calor, tanto ruido. ¿Qué sé yo?
–Pero así no te puedo dejar.
–No se preocupe.
–Permíteme acompañarte hasta el albergue.
–Está bien –cedió la muchacha.
Yves aparcó bien el Land Rover, subió las ventanillas y aseguró las puertas. Luego le dijo a Carmela que se apoyara en su brazo. Caminaron lento rumbo a las luces y la música. Quien los viera así, no habría dudado de que se trataba de dos enamorados que venían de los campos, más desahogados, a incorporase nuevamente al baile.
A partir de ese día Yves y Carmela se vieron con alguna frecuencia. Él la visitaba a la sede universitaria o a su casa los días de pase. Y sólo se quedaba lo estrictamente necesario. Intercambiaban libros y discos. Carmela se propuso instruirlo en literatura cubana: Lezama, Virgilio y Eliseo; él, en pago, le copiaba en cintas fabulosos discos de Milton, Caetano y Chico, cantautores brasileños de los que sabía todo. En varias ocasiones invitó a Carmela a la playa, a un restaurante o a un simple paseo por las montañas cercanas, pero ella siempre rehusó con los argumentos, en parte ciertos, de que tenía mucho que estudiar o ayudar a la abuela en los quehaceres de la casa. Tampoco le aceptó regalos al francés.
La vez que Yves viajó a Grecia para impartir un curso de verano, Carmela se sorprendió extrañándolo. Pensaba en él más de lo que hubiera querido. Así que cuando le llegó el telegrama con la cita de Paul Eluard, algo se le movió en el pecho:
“Belleza, voy en tu búsqueda”.
Llego el miércoles 24.
Abrazos,
Yves.
Lo menos que le apetecía a Yves era una nueva relación, y para colmo con una mujer tan joven. La historia con Amber le había inoculado un profundo cansancio. Decidió por eso tomarse unas vacaciones sentimentales, probarse a sí mismo que ese bello y desconcertante animal, la mujer, no es imprescindible para lo que podríamos llamar una existencia plena. Se equivocaba. Y pronto lo sabría. La cubanita iba cobrando importancia en su vida. Para empezar no era simple, sino sencilla, cualidad cada vez más rara. Y su arrobadora candidez terminó conquistándolo. Se había enamorado, otra vez, como un imbécil.
Dos años después de conocerse ambos debieron viajar a La Habana. Yves participaría en un congreso de su especialidad y Carmelita visitaría a unas tías solteronas que estaban confrontando muchos problemas de salud. Era julio, mes que en Cuba se destina a las vacaciones de verano, y no había forma de conseguir pasaje ni por tren ni por ómnibus. Yves volvió a brindarse, y esta vez sí le aceptaron el ofrecimiento. Hicieron juntos el viaje a la capital en el Land Rover.
Desde Australia– Yves no recordaba haberse sentido tan relajado y feliz. También Carmelita disfrutó el recorrido. Oyeron música, cantaron hasta desgañitarse, compartieron trabalenguas y adivinanzas, y jugaron a identificar las capitales del mundo. Carmelita ganó, pues Yves no sabía que la capital del Reino de Tonga es Nuku'alofa. Por el camino se detuvieron dos veces con intenciones de comer, pero lo que encontraron en los restaurantes de posta era intragable; el café que les ofrecieron no olía ni sabía a esa infusión y, además, estaba frío. Así es que le metieron mano a las provisiones que Petrona le había preparado a su nieta: tamales, naranjas, pan con pierna de cerdo y una botella de agua congelada, para que le durara todo el trayecto.
En La Habana Yves estuvo muy ocupado. Llamó varias veces al número de las tías de Carmela, pero siempre le respondió la máquina de mensajes. Cierta tarde se fue hasta allí. La casa estaba cerrada. Una vecina le dijo que habían ingresado a Herminia, la propietaria, y que Fefa, su hermana, y una sobrina del campo estaban en el hospital con ella. Y hasta el sanatorio se trasladó, para ponerse al servicio de las mujeres que, además de contar con poquísimos recursos, tampoco sabían muy bien cómo manejar la situación, afortunadamente nada grave.
El francés encantó a las viejas, que enseguida quisieron saber si era novio de Carmelita. ¿Amigo solamente?, se extrañaron. Muchacha, intervino Fefa, tú no dejarás escapar tan buen partido. Carmelita se ruborizó, e Yves fingió no escuchar.
Entre sesiones del congreso y visitas al hospital, Yves y Carmelita pudieron pasear algo. Visitaron Bellas Artes, asistieron a un concierto de Jorge Luís Prats en el Amadeo Roldán, y recorrieron la calle Obispo de punta a punta, haciendo paradas obligatorias en los estudios de los pintores que allí se han refugiado. Y así llegaron hasta el Hotel Florida, un edificio colonial vedado a los nativos, donde Yves se hospedaba. Eran las tres de la tarde y el sol caía a plomo. Él preguntó con naturalidad si quería pasar, podrían tomar algo refrescante y después la devolvería a casa de las tías. ¿Por qué no?, dijo la muchacha, y allá se dirigieron.
Entrar a la habitación de Yves fue inexplicablemente fácil. El recepcionista y el portero discutían acaloradamente el juego de pelota de la noche anterior, nada menos que Industriales contra Santiago, que había tenido que suspenderse a causa de una riña tumultuaria entre los dos equipos, a la que se había sumado entusiastamente, del lado de sus respectivos clubes, el público habanero y los numerosísimos emigrantes del oriente del país allí presentes. Así que ellos les pasaron por delante como dos fantasmas. Los ayudó, y mucho, que desconocieran que estaba terminantemente prohibido que los huéspedes recibieran visitas en sus cuartos, y que Carmelita, con su dirección de Cruces y acompañando un extranjero, podía tener serios problemas con la policía, incluso hasta ser “deportada” a su provincia.
En la alcoba había una diferencia de quince grados con respecto a la temperatura inhumana de la calle; los muebles eran oscuros y pesados, acogedores, y el solo sentarse un instante reconfortaba. Yves pidió permiso para mudarse –así dijo– de camisa. Pasó al baño y al instante estaba de vuelta, con la cara y las manos lavadas y exhibiendo una hawaiana azul que lo hacía parecer más joven. Carmelita se quitó las sandalias y subió los pies al amplio butacón que la acogía. Con el mando del televisor sintonizó un canal por cable. Estaban dando una biografía muy aburrida de Stalin. Aún así quedó atrapada. Decían cosas que ella no sabía, y le recordaban otras que si: espeluznantes todas.
Yves pidió al servicio a habitaciones jugo de naranja con bastante hielo para los dos; y una botella de agua mineral, preferiblemente Perrier, bien fría. Bebieron y charlaron.
En tal atmósfera de confianza, la muchacha, muy reservada hasta entonces, sintió deseos de contarle momentos de su vida. Le habló del abandono del padre cuando tenía cinco años; del accidente mortal de la madre; de cómo su abuela los había criado a ella y al hermano con tantos sacrificios; del episodio nefasto con Ramiro, del cual nunca había querido relatarle nada, pues le dolía que alguien tan querido como Ramiro, con quien se había hecho tantas ilusiones, fuera capaz de…; de sus estudios agronómicos a la fuerza, pues hubiera preferido seguir la carrera de Filología, pero el año de su graduación en el Pre la Universidad Central no convocó a esa especialidad.
Yves le contó de Amber, a veces con tanto entusiasmo que a ella le dio celos. Relató someramente los viajes por el mundo que habían hecho juntos, la gente curiosa que conocieron. Pero no mencionó a Marcela. ¿No habían estado saliendo juntos? Sólo dos veces; la muchacha tenía una manera de insinuarse demasiado atrevida, que no le gustaba. Justamente la noche que él la socorrió acababa de dejarla en el campamento. Y así, como el que no quiere las cosas, entre un tema y otro le dejó caer que ya había terminado su misión en Cuba, y que si seguía en la Isla era sólo por ella.
Carmelita no supo qué responder. ¿Por ella? ¿Yves estaba en Cuba por ella? ¿Cómo se explicaba eso? Simplemente por amor, respondió él. Es un término muy gastado y hasta suena ridículo, lo sabía, pero no encontraba ninguno mejor para expresar lo que venía sintiendo.
Carmelita se puso nerviosa; el control remoto se le cayó de las manos. Él le dijo que nada tenía que temer. Ella explicó que miedo era lo único que no sentía a su lado. Más bien se trataba de susto. ¿Sería ese el susto del amor del que hablaba García Márquez?, se preguntaron ambos. ¿Por qué no lo averiguaban de una santa vez?
Yves se levantó de su asiento y ella lo imitó. Se trenzaron en un abrazo. También se besaron con delicadeza. Cuando vinieron a ver, estaban en la cama. La luz era baja, pero no tanto como para que no pudieran apreciarse.
¿Así que esto es un hombre desnudo?, pensó Carmelita, risueña, mientras jugaba con los vellos que a él le crecían, como un bosque, sobre el pecho.
Yves sentía más pudor que la muchacha. Ella estaba dispuesta a entregarse desde el mismo momento que cayó al suelo su última pieza íntima. Yves se sentía juzgado benévolamente, pero juzgado al fin. Carmelita notó que el francés no estaba en forma; no exhibía una musculatura bien definida; y le sobraban algunas libras de peso, que se le acumulaban alrededor de la cintura. Había pasado la primavera de la vida –como diría una novelita rosa– y se adentraba en el otoño con más glorias que penas. No tenía un miembro demasiado grande, pero la abuela le había dicho que eso no era importante, que lo que lo decidía todo era la vena que iba desde ahí al cerebro, que es donde está la verdadera potencia del hombre. Por lo demás, olía bien y tenía manos delicadas, que acariciaban con sabiduría.
Para Yves el cuerpo de Carmela era glorioso. Debajo del seno izquierdo –que junto al derecho se erguía desafiante– ésta poseía dos lunares diminutos. Llegar ahí demandaba apasionada aquiescencia por parte de la dueña. Eso le gustó: una zona que sólo él señorearía en lo adelante, que ni siquiera los trajes de baño más atrevidos dejarían al descubierto; tampoco lo verían en los campos de nudismo, pues los fisgones tendrían que situarse en una posición muy comprometida, si es que alguna vez –posibilidad remota – la muchacha iba a uno. Sus nalgas, en forma de pera, pero con una tersura y un frescor que ni las frutas mismas; y las piernas le recordaban un dibujo de Servando Cabrera que habían visto juntos el día anterior en el Museo: trazadas con precisión, con gracia, respetando las sinuosidades de las líneas. Y por si todo esto fuera poco, Carmela tenía juventud. Podía vampirizar parte de su energía. Uno tiene la edad de la mujer que ama, solía decir. Y en verdad lo creía.
Jugaban como gatos en un prado, ronroneando, sin sobresaltos. Las flores y otros motivos vegetales los ponía el estampado de la sábana king size que cubría la cama. Se amaban sin prisa, de forma deleitable, diseñando uno en el otro el mapa de los sitios erógenos. Y si hubo penetración, fue porque Carmelita tomó la iniciativa; Yves, más sabio en estas lides, se conformaba con lo que le iban dando. Ella, llegado el momento, le susurró al oído:
–Con cuidado, que soy virgen.
El le respondió con la gastada frase de una película:
–Nadie es perfecto.
No sufrió dolor, sino una punzada rápida, que el placer inédito que la llenaba fue dejando en un plano remoto. Al final se sintió cansada y satisfecha, aunque no era lo que ella esperaba. Su experiencia no se parecía a las que contaban las amigas, que decían haber sentido un vahído, una explosión interna, algo que las separaba de la tierra, durante el primer orgasmo. En ella todo transcurrió de modo sereno. Yves nunca se “animalizó” (expresión también de las amigas), sino que la fue conduciendo por los meandros del placer, ora más lento, ora más rápido, como quien timonea una barca en un mar erizado de salientes; tampoco la mordió ni le dejó marca alguna en la piel.
De regreso a Cruces, Carmelita le contó todo a Petrona –claro, sin entrar en detalles –, pues entre ellas no había secretos. La anciana no calificó su acción. Se limitó a decirle un refrán: la yagua que está para una, del cielo te cae solita en la cabeza.
No supo a derechas qué quería decir su abuela, pero tampoco se animó a preguntarle. Sólo agregó que se habían cuidado, lo que fue acogido por la vieja con un movimiento asertivo de cabeza.
Entre el momento en que Marcela y Carmelita se encontraron con Yves bajo el aguacero y la tórrida tarde del hotel en La Habana, había pasado tiempo suficiente para que la muchacha se graduara y comenzara su vida laboral como docente en la Universidad Central.
Ella e Yves se veían, con toda discreción, una o dos veces por semana –de acuerdo a las ocupaciones de cada cual – en la cabaña que las autoridades provinciales le habían acondicionado a éste, que logró una extensión a su contrato. Se trataba de un sitio apartado y confortable aunque modesto, muy en consonancia con el carácter del francés, que necesitaba poco para contentarse.
Era una relación clandestina, por decirlo de algún modo, ya que la muchacha tenía pánico de que fueran a pensar sus alumnos y compañeros que ella estaba con Yves por interés, para explotar su condición de extranjero, con todo lo que eso significa en beneficios sociales y bienestar económico. Si se tropezaban en la calle o en alguna reunión, se saludan como dos conocidos lejanos, y nunca iban juntos a lugares públicos.
Uno de esos encuentros “planificados” Carmelita se presentó con un sobre cerrado. No lo abrieron hasta después de hacer el amor, acto que en esa ocasión estuvo salpicado con algunas palabras picantes y perfectamente pronunciadas en cubano, que el francés dejó deslizar en los momentos climáticos; parecía que se estaba asesorando con alguien. Ojalá no sea una mujer, pensó Carmelita.
La carta era del INRA (Instituto Nacional de Investigaciones Agrícolas) con sede en Montpellier, Versalles y Dijon, Francia. Le ofrecían a la profesora Carmela Álvarez sumarse a una pesquisa en ejecución y llevar paralelamente una maestría. Los franceses corrían con todos los gastos, incluso los de transportación a La Habana durante las dos oportunidades que podría venir de vacaciones. Debía escoger el lugar donde querría instalarse.
Ella no había pedido la beca. De su departamento mandaron tres aplicaciones de profesores jóvenes, pero a los franceses el currículo que les había interesado era el de Carmela, seguramente por las altísimas calificaciones con que cursó la licenciatura.
– ¡Montpellier es el lugar! –casi rugió él de entusiasmo –. Ahí tengo un apartamento equipado con todo. Yo puedo trasladarme también allá, donde seguramente me darán trabajo. ¿Te imaginas, vivir juntos?
–No sé Yves –dudó ella –. Aquí tengo a mi abuela, está muy mayor. Lo siento. No puedo decidir de ahora para luego.
Su reacción le cayó a Yves como un jarro de agua fría. Ella decía que lo amaba y que algún día podrían regularizar su situación. Ahora era el momento. Si hasta parecía que el destino estaba decidiendo por ellos. Ya después la máster Carmela vería si quería regresar a Cuba o si hacía una carrera internacional. Lo cierto era que, como parte de su equipo, no le iban a faltar proposiciones tentadoras.
El fue a cambiar el disco, que había finalizado. Estaban oyendo una antología de Ze Ramalho, y ahora le tocaba a la sinfonía Para el nuevo mundo, de Antonin Dvorák, por la Amstedam Royal Philarmonic. Habían descubierto que la música, si se mezcla bien, llega a disfrutarse más.
De las seis personas que consultó sobre la beca –entre familiares y amigos íntimos – obtuvo siempre la misma respuesta: debía irse. Se trataba de una oportunidad única. Con una maestría su rango en la universidad iba a subir, y hasta puede que le asignaran una casa en Santa Clara, así se quitaba de arriba los viajes a Cruces, que la estaban matando, y además la abuela tendría un lugar decente donde pasar los últimos años de su vida. Tanto le dieron que aceptó. Sólo Petrona tenía una preocupación:
–¿Qué vas a hacer con Yves? Aquí lo ves cuando quieres, pero allá lo vas a tener siempre contigo. ¿Crees que estás preparada para vivir con un hombre mucho mayor que tú?
–Puedo probar. Si no sale bien, la Universidad me da albergue.
– ¿Han pensado en casarse?
–No. A ninguno de los dos nos parece imprescindible. Así nos va muy bien.
–Si lo quieres, cásate. Allí estarás sola, sin nosotros. El matrimonio protege a la mujer.
–Ya veré, abuela. Pero no le prometo nada.
El taxi llegó a la Terminal 3 del Aeropuerto “José Martí” con tiempo suficiente, aunque ya despachaban el vuelo 234 de Air France. El vestíbulo estaba bastante concurrido. Muchas jóvenes, de todas las provincias, despedían a franceses ostensiblemente mayores. Las muestras de cariño y dolor ante la partida, por parte de las cubanas, tenían tintes melodramáticos.
Carmelita se sintió avergonzada, por eso le preguntó a Yves si le importaba que hicieran los trámites por separado. El accedió, comprensivo. Chequearon los pasajes y pasaron Inmigración en mostradores y casillas distintas. Ya adentro de la sala de espera se encontraron en el café. Ella tenía algunos euros que le había facilitado él en calidad de préstamo, y quiso invitar. Llamaron al camarero, empeñado en sacarle brillo a una mesa distante. El hombre vino, pero cuando fue a ordenar, a Carmelita no le salieron las palabras. Se trataba de Ramiro, a quien le había perdido la pista desde la graduación. Estaba de uniforme y exhibía una gruesa cadena de oro y una manilla igualmente notable del mismo mineral.
– ¿Carmelita? –dijo el joven bastante turbado, entre reconociendo y afirmando.
– Pero muchacho, ¿qué tú haces aquí?
– Ya ves, luchando. La profesión no da para mucho. Con la propina escapo.
– ¿Me presentas a tu amigo? –intervino Yves.
– Es Ramiro. Creo que te he hablado de él.
El francés se puso en guardia. Rememoró el cuento que le había hecho Carmelita.
–Te ves bien –dijo Ramiro, que se había propuesto ignorar a Yves.
–Dos años más vieja –respondió la muchacha, un tanto nerviosa –. Tú sí que estás igualito.
–No tengo tiempo para ir al gimnasio, pero cuando me den un turno fijo, le caigo a los hierros.
–¿Y dónde vives? No tenías familiares en La Habana.
–Alquilé un cuarto en El Cerro. Pero en cuanto haga un poco más de agua y carbón voy a comprar algo en La Víbora o El Vedado. Ya he visto varias cosas. ¿Y tú, te vas de viaje? – quiso saber el ingeniero devenido gastronómico.
–A Francia. Por una beca.
–¿Y él es tu tutor? – preguntó con cierto dejo de malicia mientras señalaba a Yves.
–No, mi novio – respondió sin titubear Carmelita, lo que inmediatamente cambió el ánimo de Yves.
–Disculpe –interrumpió Yves; dirigiéndose a Ramiro, en un tono no exactamente cordial–. Si ya terminó el interrogatorio, ¿me puede traer un café con leche y una medianoche de jamón y queso? ¿Qué te apetece? –le preguntó a Carmelita.
–No sé, ¿un jugo de mango?
–Eso está hecho, compadre –dijo Ramiro con suficiencia y se retiró con la bandeja y el paño.
El pedido lo trajo al rato una camarera, lo que extrañó a Carmelita. Yves atacó su sándwich con voracidad, y por eso no se dio cuenta que Ramiro, parapetado en la caja contadora, le indicaba con señas a la muchacha que debían hablar. Carmelita fingió no ver y se acomodó en un ángulo que dejaba fuera de su campo visual a Ramiro. Dio dos sorbos de su vaso y lo rechazo con desagrado ostensible.
–¿Qué te pasa? ¿Ya no te gusta el mango? –preguntó con un tonito intencionado Yves.
–Está caliente. Además, me duele la cabeza –ripostó ella.
Yves pagó la cuenta a la camarera, y hasta le dejó una propina generosa. Para usted y su compañero, dijo. Tan conmocionada estaba Carmelita que olvidó que era ella quien invitaba.
Curiosearon juntos en las tiendas de ron y tabaco. Fueron a la pequeña galería. Revisaron los anaqueles de la librería.
Ramiro, a la distancia, los seguía por el amplio salón, tratando siempre de ponerse a tiro de la mirada de Carmela. Pero ella fingía no ver, y por primera vez en público y desde que se conocían, se agarró del brazo de Yves, que sonrió agradecido.
En el negocio de discos, Ramiro pidió a la encargada que le probara uno de Elena Burke. Enseguida comenzó a escucharse la voz de la diva recreando, como nadie, el bolero de Julio Gutiérrez: “Esta tristeza se niega al olvido/ como la penumbra a la luz. / Quiera el destino que puedas volver/ un día para recordar…”. Carmelita recibió el impacto. Reconoció la canción, que no había vuelto a escuchar desde aquella noche de difícil memoria. Y para recuperarse de la estocada, se dijo por lo bajo mientras negaba con la cabeza: “Este Ramiro ha visto mucho cine americano”.
–¿Qué dices, cariño –preguntó Yves, que se encontraba a unos pasos.
–Nada. Los precios de los discos. Que son abusivos.
Al final no compraron nada. Su vuelo se despacharía por la puerta tres y hasta allí se dirigieron. Llamaron a abordar. Mostraron su pase y al rato se acomodaron en asientos contiguos, pues la fila correspondiente a Ives estaba vacía.
Los ánimos de Yves y Carmelita eran contrastantes: él estaba eufórico, lleno de entusiasmo y no dejaba de hablar de la gran vida que se darían en Francia, pues pronto llegaría el invierno, la bien llamada saison du confort, cuando, impedidos de estar a la intemperie, los galos se recogían en sus casas a beber buenos vinos y a degustar los manjares más impensables y exquisitos.
A pesar de ser el primer viaje internacional de Carmelita, ésta estaba serena, más bien retraída, y asentía con gestos al verbo incontenible de su compañero.
Las primeras horas de vuelo fueron plácidas. Ella intentó dormir y él tomó una revista de viaje que abandonó enseguida: todo eran anuncios de relojes, automóviles y perfumes caros, y los pocos artículos que alcanzó a hojear (uno sobre Haití y otro sobre la Polinesia) eran superficiales cuando no mentirosos.
Yves sacó el último número de El Correo, que había comprado en la librería del aeropuerto, y se dispuso a devorarlo. Era una de sus publicaciones preferidas desde la Universidad. Se detuvo en un reportaje sobre Nigeria, rico país sumido en una pobreza aterradora. Por el mal tratamiento de la tierra y la tala indiscriminada de los bosques, los nigerianos estaban perdiendo importantes segmentos de su área cultivable. Pensó que en el futuro ese país podría ser un buen destino profesional para ellos.
Carmelita despertó. Él la abrazo con mucha ternura.
–¿Tienes frío?
– No, estoy bien así.
–Ya sólo faltan dos horas para aterrizar en el Charles de Gaulle. Después el tren de alta velocidad se echará otras cuatro. Así es que estaremos en casa sobre las cinco de la mañana, hora de Francia.
–Yves, ¿te puedo pedir un favor? –preguntó Carmelita presa de una viva emoción.
–Lo que quieras.
–Cuando lleguemos a Montpellier prefiero que me dejes en la residencia del Instituto.
Yves encajó el golpe en silencio. Momentos después le retiraba el brazo de los hombros. Le dijo que sí, que no habría problemas, aunque la cabeza comenzó a darle vueltas.
Intentó meterse de nuevo en el artículo, pero las líneas se le confundían. Cuando estuvo más sereno volvió a hablar.
–A que no sabes cuál es la capital de Nigeria.
–Lagos –dijo ella sin pensarlo dos veces.
–No, es Abuja. Lagos es la ciudad más grande. Ya ves, no siempre me toca perder a mí.
Ella le dio varias palmaditas en el dorso de la mano, señal de que lo sentía de veras. Él intentó, sin éxito, una sonrisa.
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Alex Fleites
Septiembre del 2007
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