Villa Fortuna - Gustavo Consuegra S.
VILLA FORTUNA
No tenía el barrio templos góticos, ni balcones de caoba, ni parques arborizados, ni siquiera estatuas. Tampoco se había levantado sobre un terreno surcado de fuentes cantarinas y bosques idílicos, se levantaba al pie de un arroyo de aguas negras y un gran basurero, pero podía verse desde allí a la ciudad con poco esfuerzo.
Aquel era un barrio que no tenía historia. No se le conocían, al menos se consideraba en la ciudad, próceres, ni héroes, ni notables, ni nada de eso que hace un barrio memorable. Parecía a veces una bestia dormida. Una bestia que soñara un sueño de cazadora y víctima al tiempo. Una bestia perezosa e incomprensible que exhalara un hálito fétido.
Y había una ciudad abrumadora. Una ciudad con templos e historia y bancos y escuelas y calles y parques y juzgados y jueces y una Policía y un Ejército. La ciudad tenía hombres cultos, gobernantes y maestros e incluso poetas y atardeceres nostálgicos, pero se sentía incómoda por aquel barrio. Le parecía un barrio incierto, un barrio sin sentido, un barrio como una interrogación o un enemigo.
Los del barrio sentían a la ciudad a veces como un lugar de conquista, a veces como un terreno de sueños. La ciudad no podía comprender al barrio ni el barrio a la ciudad.
Pero había una casa entre el barrio y la ciudad y quiso el albur que en esa casa se alimentara el odio.
Antes de llegar, cuando estaba aún en el auto camino a Villa Fortuna, había recibido la llamada del Presidente. «Tengo en la línea al presidente que quiere hablarle, coronel» le había dicho la secretaria Esther con algo de timidez. La había instruido para obstaculizar cualquier intento de comunicación. «No estoy para nadie, Esther» «¿Para nadie, Coronel?» «Para nadie» pero en tratándose del Presidente. Le había respondido al presidente con un manojo de fórmulas aprendidas. «Si, excelencia» «Naturalmente, excelencia» «Como usted disponga, señor Presidente». Frases que había memorizado en la escuela cuando todavía era poco más que un crío. Sabía que algún día iba a utilizar ese tipo de frases, pero no hubiera podido imaginarse las circunstancias en que lo había hecho. Las frases iban destinadas evidentemente a brindar respaldo. Significaban que se había entendido la situación y el mensaje y que se estaba conforme con ello. Sin embargo, si en otras circunstancias se le hubieran preguntado a Foster, sobre la veracidad de sus respuestas, habría tenido que decir que en verdad en ese momento, no sabía. En su caso las formulas sólo habían servido para encubrir un desconcierto que le había dejado el pensamiento detenido y la mente en blanco. De todas maneras, antes de cerrar el Presidente le había dicho que sus gestiones eran de mérito y le había manifestado agradecimientos por su comprensión. A Foster le hubiera gustado preguntarle a qué gestión se refería, pero no era cosa de andar con remilgos. Foster sabía que al Presidente le habían parecido satisfactorias sus respuestas, y que el respaldo que le brindaba se podía traducir en la continuidad en el cargo, siempre que se mantuviera fiel y en los marcos de un funcionario de bajo perfil. «Con sólo que estés tranquilo podrás mantenerte allí hasta que engordes como un cerdo» se dijo Foster que quería decir aquello y no era de ninguna manera una proposición despreciable.
Los días siguientes se mantuvo aún en un estado de ánimo voluble y complejo. Tan pronto se le veía reír desentonado y sin motivo, como se le encontraba, totalmente ausente y con la vista pérdida. Lo más difícil juzgaba, no eran los muertos que habían quedado arrumados en Villa Fortuna, ni el estado de destrucción del barrio, ni era siquiera que hubiera perdido su tácita apuesta con Vargas Liendo. Lo más difícil era que lo que había sucedido contradecía buena parte de sus creencias. De pronto se había encontrado en el vacío y sin ninguna pauta que pudiera seguir y eso era lo desconcertante. Estaba además la fábula que había armado con Helena. Cuando pensaba en eso tenía la sensación de que le habían retirado los basamentos de los pies. Pero al final de la semana, le pareció que empezaba a ver algo de luz. Comprendió que se había sentido herido, injuriado, celoso, quizás avergonzado. Pero que lo que más le molestaba era su reto con la realidad. Había creído que la fábula que había estado levantando era impecable y no comprendía aún como podía haber sido relegada por una historia sin calidad, una versión mediocre, una leyenda sin veracidad. Entonces comprendió que lo único que realmente le interesaba era terminar de construir la fábula.
A fin de cubrirse las espaldas buscó una entrevista con el procurador general. Decidió contarle al procurador una versión aproximada de lo que había sucedido. Le contó la fábula que había levantado con Helena pero sin decir nombres propios, mostró la declaración firmada por Pisenor pero pidió al procurador prudencia y dejó entrever que había dos versiones de los hechos y que era menester aclarar esa discordancia. Entonces pretende usted levantar cargos contra el regimiento» «No. Pretendo encontrar La Verdad. Pero esto es sólo un asunto que me compete personalmente y no tiene por qué llegar a los juzgados ni mucho menos volverse pública» «¿Me lo promete usted?» «Le prometo que no levantaré cargos, ni haré publica ninguna desavenencia» «En ese caso le concedo tres semanas a partir de este momento, ni un día más, ni un minuto más» Le agradeció al procurador la comprensión y se mostró conforme con la decisión. Si tenía ese respaldo podía investigar sin depender de nadie.
De manera que si decidió iniciar una investigación no fue porque nadie se la pidiera, ni lo agobiara la posibilidad de quedar afectado por algún desliz legal, ni porque quisiera cubrirse las espaldas. Correspondía al jefe de investigaciones de la policía, tener un veredicto de lo sucedido pero Foster sabía que nadie iba a pedírselo y que por el contrario sería de agradecer que doblara la hoja y se olvidara del asunto. Era lo que deducía de la llamada del Presidente y de las múltiples declaraciones del general Vargas Liendo y del comandante del Ejército y de la orientación de la prensa. El editorial del periódico del domingo había sido explícito al respecto. “Desgracias como la que hemos presenciado en Villa Fortuna no son buenas para la salud de la nación. Si nos vemos abocados a soportar tales hechos dolorosos, es por culpa de la guerrilla. Por lo demás, para el bien del país, conviene olvidarse pronto del infausto suceso y guardar sólo en la mente la heroica acción de nuestros soldados como un bien que pertenece a la historia gloriosa de la patria”
Si había decidido iniciar una investigación había sido pues, porque necesitaba asirse, porque sentía que algunas de las creencias que había cultivado con fervor habían quedado maltrechas y sabía que no le hacía bien andar por allí como un fantasma despojado de verdad. Ciertamente no envidiaba la suerte del General Vargas Liendo, recluido a esta hora en un hospital con una bala en la cervical que posiblemente le privaría de sus piernas para siempre, pero no estaba seguro de que su suerte fuera mejor, porque aunque su cuerpo no estaba herido, los destrozos que había sufrido su espíritu no le parecían menores. Nadie que hubiese fundamentado su profesionalidad y puesto su vida al servicio de un ideal, podía permanecer impávido a la destrucción de los paradigmas que lo habían alimentado y sostenido y el Coronel Foster no se veía a sí mismo en el plan de supervivir de un sueldo, sumido en la apatía y el desconcierto.
Había pues decidido ocuparse del asunto de la única manera que sabía ocuparse, esto es, investigando, y tan pronto había tomado la determinación, había sentido como si de nuevo le circulara la sangre por las venas. Vana ilusión, por supuesto, porque la sangre no era ya un fluido enérgico y esperanzador sino que la sentía resquebrajada y amarga.
Foster sabía que las conclusiones de Vargas Liendo eran erradas. Cuando aquél había atacado a Villa Fortuna, estaba Foster a punto de concluir la elaboración de una fábula que mostraba con abundancia de pruebas y recursos de elegancia las responsabilidades y procedimientos de los autores del vídeo del Club Dorado Country. Todo basado en los hechos, todo llevado cuidadosamente con Helena y si en algún punto se apartaba de la verdad sólo era en algún detalle menor y para resguardar a personas que no tenían por qué verse involucradas. De manera que cuando oyó que Vargas Liendo había justificado el ataque diciendo que en el barrio se amparaban los guerrilleros que hicieron y difundieron el vídeo, supo que aquél mentía y cuando lo vio tergiversando los hechos se compadeció del escaso rigor de los recursos que había usado para elaborar una fábula. Vargas Liendo había modificado el escenario y sembrado armas para acomodar los hechos a la ficción. Pero las pruebas eran débiles. En las fotos que había mostrado la prensa aparecían metralletas que no eran asidas por las manos, armas que no podían haber sido disparadas, rostros que no reflejaban odio sino terror, cuerpos cuya disposición no eran de ataque sino de huida. Por más que se hicieran concesiones, la fábula de Vargas Liendo mostraba sus costuras por todas partes. Era una historia chapucera, una fábula sin verdad, ni elegancia. A punto estuvo de denunciar ante el país la patraña, pero se contuvo porque hacer pública una diferencia entre la Policía y la tropa era un asunto de cuidado. Mejor que se hubiera contenido: la experiencia enseñaba que toda situación podía soportar el análisis de varios puntos de vista y en eso no se descartaban las fotos ni los vídeos, ni los textos y tratándose de asuntos tan delicados, las diferencias podían tener la consecuencia de una lluvia de afilados cuchillos sobre su cuerpo. Además, se le dio por suponer que por más evidente que pareciera el montaje, alguien, alguna vez, debía darse cuenta de las precariedades de la escena. Esperanza inútil. Vargas Liendo actuó tan rápido que no dio tiempo a reconsideraciones, de manera que a la vuelta de dos días el país se rendía ante el nuevo héroe condecorado y un coro de compasión merodeaba su lecho de postrado. Nadie, por entonces pareció recordar que poco antes el Presidente había nombrado a un jefe de investigación de la Policía con el propósito de encargarse del caso del vídeo del Club Dorado Country. Foster estimaba que en lugar de dolerse del olvido había debido sentirse agradecido porque la indignación que le poseía era tal, que de seguro había terminado por hacer declaraciones inoportunas.
Lo más grave, conjeturaba después, más sosegado, era el daño que hacían al país los procedimientos ligeros para levantar fábulas. La gente en su confusión, podía aplaudir a esos espectáculos carnavalescos, pero el engaño no se mantenía para siempre. Algún día, como siempre sucedía, sería descubierto el fraude. Entonces poco importaría el autor del agravio, el desprestigio se cerniría sobre las instituciones armadas y los órganos de la democracia. Entretanto se podía esperar que espíritus inescrupulosos, obnubilados por el rápido triunfo de Vargas Liendo, trataran de conseguir dádivas fáciles imitándolo. En tal caso aún peor, lo que se vería denigrado sería el arte mismo de construir fábulas, arrastrando a todos a quién sabe qué lamentables consecuencias.
Foster sabía que la habilidad para hacer fábulas se había convertido en un arte supremo. Había surgido sólo como un recurso muy secundario, con el propósito de dar salida a ciertos entrabamientos que creaban los causes legales o para crearle cobertura a la presencia de algún agente secreto que de otro modo no parecía tener justificación. Pronto se vio que la fábula podía servir para muchas otras cosas y cuando en las escuelas comenzó a asumirse con más amplitud su utilidad, despertó tal entusiasmo, que los practicantes encontraron que la fábula era un instrumento enorme, tan enorme que parecía cubrirlo todo. De esa manera se fueron perdiendo los límites y se fue cayendo en la caricatura. Tanto se llegó a denigrar el arte que hasta a los simples recibos de oficio y aún a las facturas que circulaban en la institución de les concedió la dignidad de fábulas. Foster comprendía este entusiasmo. Sabía que la discusión sobre ese punto era en realidad de carácter filosófico, pero no compartía los nuevos puntos de vista. Pensaba que la fábula debía mantenerse dentro de los límites que indicaban la sensatez. Las consideraciones abusivas contenían el riesgo de que todo cayera devorado por la ficción. En tal caso no habría normas, ni tradiciones, ni costumbres que nos pudieran librar del desastre. Afortunadamente la plana mayor de la Policía y el Ejército era de una opinión parecida. La fábula era sólo un instrumento en manos de los cuerpos armados. En las escuelas podían permitirse cierta largueza con los entusiasmos juveniles, pero sólo hasta cierto punto. Había que ser vigilante además. Desde hacía algún tiempo circulaba cierta basura teórica que confundía la realidad con la ficción y no era imposible que algunos de los estudiantes dados a la lectura hicieran señalamientos de citas y autores. Él no tenía que leer. Los buenos hombres no necesitaban esforzadas lecturas. Les bastaba con el recurso a la buena fe. El mundo que le había tocado vivir podía tomar la apariencia de un proceso sin lógica ni principios. Evidentemente, era un mundo complejo, donde no era fácil orientarse. Pero todo dependía del punto de partida. porque es sabido que existe la murria y que está bien y que está mal y el ideal del hombre justo ha de basarse en la sencillez, la humildad, el compromiso con lo bueno, el amor a Dios y al prójimo. Así pues, se decidió a investigar. A punto de iniciar la investigación, Foster había revisado mentalmente sus fuentes de información. Un investigador riguroso sabía que se debía a sus fuentes y sabía también, que éstas, rara vez eran fáciles o expeditas: Había que recurrir en primer lugar al testimonio de los mismos afectados. Para el caso sólo quedaban los habitantes de las Quintas Andaluzas, en la parte media del cerro. La dificultad con éstos sería que Vargas Liendo los tendría como testigos de primer grado y ya para entonces se podría suponer que los habrían adiestrado convenientemente. Además, no tenía conocimiento de sobrevivientes entre los habitantes de la base del cerro donde se centró el ataque y durante sus excursiones al lugar de los hechos, sólo había encontrado un paisaje desierto y desolado. Había que seguir indagando naturalmente. Siempre era posible que apareciera algún desconocido o el testigo furtivo que había pasado desapercibido. En cierto punto había recordado al hombre de la capucha. Foster le había visto deambular bajo el rocío de la mañana envuelto en la bruma y silente. Pero el desconocido no se dejaba ver. Tan pronto se sentía observado se apresuraba a desaparecer y cuando desaparecía no había dios quien pudiera encontrarlo. Otras veces, mientras vagaba entre los escombros, Foster se había sentido observado, la mayoría de las veces fue una percepción falsa, pero alguna vez al voltearse había alcanzado a divisar una silueta, y había pensado que era el viejo de la capucha. Presumía que este era algún mendigo callejero venido de la ciudad a proveerse en el basural, pero sabía que en casos como éste era mejor abandonar las suposiciones y considerar los hechos. De todas maneras, aquel mendigo era esquivo y no era el caso perseguirlo y forzarlo a hablar. Lo mejor a lo que podía aspirar era a ganar su confianza y para eso era preciso ser pacientes y esperar. Foster abrió su mochila y apuntó en su libreta las palabras “El Hombre de la Capucha”. Poca cosa restaba después de eso. Otro tanto podía suceder con Pisenor. Lo mantenía detenido desde que los rumores de la presencia de la guerrilla en Villa Fortuna comenzaron a circular, más como una concesión a los que rumoraban, que como la certidumbre de que aquel tenía alguna implicación. Pero maldita la suerte del que está destinado a cubrirle a otro las espaldas, con el nuevo rumbo que habían tomado las cosas, Pisenor en la cárcel tenía otro significado y cobraba importancia. El resto de las fuentes eran gestiones de la Policía misma. Recordó que en alguna parte había leído un informe de un estudiante que había ido a Villa Fortuna a mirar sobre la posibilidad de establecer allá un puesto de la Policía y había regresado con caras destempladas. Volvería a mirar ese informe a ver si allí encontraba algún dato interesante. Luego estaban las fichas a las que siempre se podía echar mano y lo que pudiera decir el encubierto secreto que la policía había puesto a vivir entre la comunidad. Esperaba una buena colaboración del encubierto más allá de los informes oficiales, pues se podía suponer que sabía mucho más que lo que había escrito en los informes que tantas veces había leído. Un intercambio de opiniones o una simple conversación desprevenida quizá podía ofrecer pistas, o sino pistas, modos nuevos de mirar, enfoques que pudieran resultar valiosos. Ninguna parecía ser una fuente suficiente, pero así había sido siempre al inicio de una investigación y para comenzar, esta vez, no estaba mal.(...)
Helsinki, febrero 13 de 2008
Gustavo Consuegra Solórzano
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