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Virginia Woolf (1882-1941) |
El espacio como símbolo de poder
Cuatro escritoras latinoamericanas actualizan la lectura de “Un cuarto propio”, de Virginia Woolf y debaten sobre obligaciones, reivindicaciones, logros y maternidad mientras se dedican a la literatura.
Por Virginia Cosin
Cuando Virginia Woolf publica, en 1929, A room of one’s owns –traducido al español como Una habitación propia o Un cuarto propio , según las distintas ediciones– tiene 49 años y cuenta con una buena dosis de fama y reconocimiento. El libro había sido compuesto a partir de dos conferencias previamente preparadas con el título de “La mujer y la literatura”, para un grupo selecto de damas en Cambridge. Era tiempo de entreguerras y el mundo giraba tan rápido que había que ser un habilidoso equilibrista para no ir dando tumbos, como en esos juegos tipo Samba, mientras el suelo temblaba debajo de los pies de la sociedad burguesa occidental.
Junto al desarrollo técnico-industrial surgía el psicoanálisis desafiando la racionalidad clásica con su teoría desestabilizadora sobre el inconsciente y la sexualidad como el patrón regente de la psiquis humana. La serpiente estaba a punto de romper el cascarón: una de las épocas más oscuras de la historia anidaba frente a todos. Con ese telón de fondo se desplegaba una obra donde una fila de actores ensayaban mohines al frente del escenario mientras, desde bambalinas, las mujeres empezaban a empujar para adelante, colándose hacia el interior de la escena, despojándose de a poco de sus miriñaques, dejando ver su cuerpo castrado, agujereado. Su cuerpo-recipiente, su cuerpo-nido. A la envidia del pene, propuesta por Freud, Melanie Klein por esa misma época, apañada por el grupo londinense de Bloomsbury –del que Virginia y su marido Leonard eran el principal motor– oponía la envidia por el pecho nutricio y el útero.
Hacía diez años que en Inglaterra se había concedido el derecho a votar a las mujeres mayores de treinta años y Virginia, en su juventud, había participado –aunque no de un modo muy activo, ni sostenido– en algunas reuniones de mujeres sufragistas. Entendía la necesidad de tomar cartas en el asunto pero sabía que lo suyo era preservar un lugar cómodo, a resguardo del fragor de la batalla y del ruido, porque su tarea consistía en aguzar el oído y atender al zumbido que todas las voces alzadas al mismo tiempo producían, para escuchar no lo que esas voces decían, sino la corriente de fondo.
Para ponerle letra a ese zumbido, extiende su red de pensamiento y lo encierra entre signos de pregunta: “¿Por qué los hombres bebían vino y las mujeres agua? ¿Por qué un sexo era tan adinerado y tan pobre el otro? ¿Qué influencia ejerce la pobreza en la literatura? ¿Qué condiciones requiere la creación de obras de arte?” La primera de todas sus conclusiones llega apenas comenzado el libro: “Para escribir novelas, una mujer debe tener dinero y un cuarto propio”.
La frase es tan contundente y revolucionaria que, a lo largo del tiempo, cobró vida, trascendió y pasó a formar parte de un repertorio sostenido también por aquellos que nunca la leyeron. Desentrañar su complejidad, arrancarla de las rigideces a las que queda sometido un pensamiento original cuando entra en el terreno del lugar común, es siempre un buen motivo para reeditar, una y otra vez, una obra que más allá de la fama de su eslogan principal sigue teniendo una increíble vigencia y se reactualiza con cada nueva lectura. A la ya famosa edición de Alianza, con la traducción de Jorge Luis Borges, se le sumó en castellano hace poco una nueva del Cuenco de Plata traducida por Teresa Arijón. Una mujer, que además es poeta. ¿Cómo leer, cien años después, ese mismo texto? ¿Cómo es leído por mujeres que escriben aquí –digamos Latinoamérica– y ahora?
Fernanda Trías, joven escritora uruguaya que actualmente reside en Nueva York y publicó las novelas Cuaderno para un solo ojo (Cauce) y La azotea (Puntocero), remarca la primera de las condiciones que menciona Virginia Woolf “menos romántica que la segunda, pero que es la clave del asunto: Una mujer debe tener dinero, es decir, independencia económica. No alcanza con tener un marido generoso y comprensivo que te ceda un cuarto para vos, un cuarto donde nadie entrará, un cuarto preciosamente decorado y lleno de libros y de silencio. Es un poco como la terapia, ¿no? Hay que pagarla una misma. A mí me llevó un tiempo entender esto, creía que alcanzaba con tener un cuarto”.
El cuarto propio, entonces, es un espacio simbólico que cada mujer tiene la labor de conquistar. Pero, ¿cómo ganar terreno sin renunciar a lo que nos viene dado, a lo que se nos ofrece por “default”? Por ejemplo, la posibilidad de engendrar hijos.
“Pensando en todas esas mujeres trabajando años y años y matándose para conseguir dos mil libras, y no pasando entre todas de treinta mil, nos indignó la culpable pobreza de nuestro sexo. ¿Qué habían hecho nuestras madres para dejarnos pobres? (...) Si los Mrs. Seton y su madre antes que ella, hubieran aprendido el gran arte de hacer dinero, y hubieran dejado su dinero, como sus padres y sus abuelos y bisabuelos para fundar colegios y cátedras y premios y becas destinadas al uso de su sexo, hubiéramos cenado muy tolerablemente las dos un plato de ave y una botella de vino; hubiéramos previsto sin una confianza indebida un porvenir ameno y honroso al amparo de una profesión generosamente rentada. Hubiéramos estado explorando y escribiendo: sentadas meditando, en las gradas del Partenón o encaminándonos a una oficina a las diez y volviendo con toda comodidad a las cuatro y media a borronear algunos versos. Pero si Mrs. Seton y las otras se hubieran dedicado desde los quince años a los negocios no hubiera habido –ahí estaba la falla del argumento– ninguna Mary”, escribe Woolf, que no tuvo hijos, pero soñó con tenerlos. Y prosigue: “Primero nueve meses para que nazca la criatura. Después tres o cuatro meses para criar a la criatura. Una vez despechada la criatura se necesitan al menos cinco años para jugar con la criatura. No se puede, parece, dejarlos corretear por las calles”.
Para Florencia Werchowsky, escritora argentina que acaba de publicar El telo de papá (Mondadori), su primera novela, una vez afianzada la independencia, los hijos, o la familia, no deberían constituir un obstáculo para desplegar la propia escritura: “Todo lo que no sea escribir atenta contra escribir: te suena el celular, hay que pagar las cuentas, se corta la luz, hay que cocinar para una o para la familia de una. Sin embargo, se me hace más determinante la existencia o la inexistencia de esas quinientas libras anuales de las que habla V.W. que la presencia o ausencia de los hijos”.
Aunque para ella el dilema no existe, porque la maternidad no es una cuestión que la ocupe, Selva Almada –cuyas dos últimas novelas, El viento que arrasa y Ladrilleros (Mardulce) tuvieron una entusiasta recepción por parte de críticos y lectores en general– imagina que “puede resultar un poco más engorroso criar una familia y escribir, pero no creo que sea un impedimento. Pienso en muchas escritoras que lograron ambas empresas, como Angélica Gorodischer, por ejemplo. Supongo que puede enriquecer la escritura de una autora como muchas otras experiencias personales que no pasan por la maternidad.” El no escuchar el tic tac del reloj biológico distancia también a Fernanda Trías de la preocupación. “Pero pienso que toda experiencia de vida enriquece la escritura, y no veo por qué una de las experiencias más importantes de un ser humano (nacer, tener un hijo, morir) no habría de enriquecerla. Sin duda la enriquecerá y sin duda traerá sus complicaciones, que a su vez enriquecerán la escritura. La falta de tiempo es algo a lo que nos enfrentamos todos. El trabajo también fagocita el tiempo de escritura. Pero no es cuestión de tiempo propiamente dicho, sino de alienación. El trabajo que aliena, que te separa de la experiencia sensorial, te arranca de vos mismo y ese ‘no-estar’ es lo que realmente fagocita la escritura. Una relación sentimental también te quita tiempo. En definitiva, para escribir hay que estar solo y en silencio.” Una de las cosas más llamativas de Un cuarto propio , una vez que volvemos a tenerlo frente a nosotros y emprendemos la lectura es que a pesar de su carácter ensayístico, para plantear cada uno de sus argumentos Virginia Woolf se toma un tiempo y un espacio propios de la narrativa. Más concretamente de su propia narrativa. Empezando por una observación cuidada y singular sobre lo que la rodea, la descripción de climas e imágenes y un desmenuzamiento casi obsesivo de los propios pensamientos: cómo surgen, de dónde y por qué pero sin dar nada por supuesto, siempre atenta a lo imprevisto. Virginia salta de una idea a la otra como quien se arroja al vacío y confía que, en medio del salto, aparecerá una nueva plataforma sobre la cual aterrizar. Confía, porque también sabe volar y perderse en la contemplación de algo como un gato sin cola, hasta que la idea siguiente llega y dispara más ideas porque “Es, sin embargo, en nuestros ocios, en nuestros sueños, que la sumergida verdad suele salir a flote”.
Mientras piensa, Virginia pasea por el jardín de la universidad, se sienta a disfrutar de una comida o en la biblioteca. Una vez ahí busca información en enciclopedias y manuales de historia. No opiniones sino una descripción de las condiciones en las que vivían las mujeres en la Inglaterra isabelina. “Porque es un problema perenne que ninguna mujer escribiera una palabra de esa extraordinaria literatura, cuando casi todos los hombres, parece, eran capaces de una canción o un soneto” y, un poco más tarde, concluye que “hubiera sido imposible que una mujer compusiera las piezas de Shakespeare en el tiempo de Shakespeare. (...). Una mujer nacida con un gran talento en el siglo XVI, se hubiera enloquecido, se hubiera tirado un balazo, o hubiera terminado sus días en una choza solitaria, fuera de la aldea, medio bruja, medio hechicera, burlada y temida”.
Recién en los albores de la modernidad, nacida la imprenta y, por tanto, la sala de lectura, las mujeres empezaron a escribir y a publicar. Claro que no contaban, como los hombres, con estudios o cuartos propios, sino que los momentos de lectura y escritura eran robados a los de la cocina o la sala común. “Todo el aprendizaje literario que la mujer tenía en los principios del siglo XIX era la observación de los caracteres, el análisis de la emoción”, observa Woolf. De allí que, históricamente, ciertos tópicos como los del amor, la familia y las emociones fueran asignados a la literatura escrita por mujeres, mientras que la “acción”, la peripecia y los “grandes temas” como los de la política o la guerra, eran abordados por hombres.
Aunque la maquinaria publicitaria se empeñe en desconocerlo (basta ver la pauta a cualquier hora y comprobar que en los hogares televisivos las que cambian pañales, limpian el inodoro o el piso, preparan la cena y cuidan a sus hijos de la tos, son ellas), junto al ingreso masivo de las mujeres al terreno de la política y los negocios, los hombres ingresaron, a su vez, al ámbito de lo doméstico y las “nuevas paternidades”. Es cierto que la implosión simbólica que se está produciendo a partir de acontecimientos como la aprobación de la ley de matrimonio igualitario, por ejemplo, pone en jaque a todo aquello que hasta ahora los discursos dominantes llamaron “familia” e incluso la división binaria hombre-mujer resulta caduca. Sin embargo, todavía hay temas que se consideran “femeninos”. ¿Y por qué no?
“Me han interesado los espacios de socialización de la infancia y el modo en que las niñas, o ciertas niñas en mis libros, transgreden las normas de buena conducta, negándose a obedecer el mandato de la sumisión y de la ingenuidad sexual”, opina Lina Meruane –docente, editora y autora chilena de las novelas Las infantas y Sangre en el ojo (Eterna Cadencia)– sobre la inscripción de su historia personal en su literatura. “Está lo personal y está lo político pero esta combinación de elementos cae sobre un yo femenino. Yo elegí examinar estos asuntos desde un punto de vista femenino, mis ficciones están contadas indudablemente desde ese lugar.” Para Selva Almada, en cambio, son otras cuestiones las que moldean sus intereses a la hora de sentarse a escribir: “Creo que podría mencionar dos: el paisaje y las relaciones familiares. Pero no creo que tenga que ver con mi femeneidad.” Sería ingenuo pensar que las mujeres han (hemos) alcanzado a los hombres en la carrera por el reconocimiento, la posición económica y los puestos de poder cuando, como en la carrera entre la liebre y la tortuga, ellos nos llevan varios siglos de ventaja. Y tal vez sería peligroso quererlo. Porque es precisamente desde ese lugar liminal que se producen las literaturas menores, diría Deleuze, y se crean lenguas y países nuevos.
Y porque, como dice en uno de los pasajes más iluminadores de su ensayo Virginia Woolf, “todos tenemos en la nuca una mancha del tamaño de un chelín que nunca podemos ver. Es uno de los buenos servicios que un sexo puede hacer al otro: describir esa mancha del tamaño de un chelín en la nuca. (...) Piensen con cuánta humanidad y cuánto brillo los hombres, desde las épocas más remotas, han señalado a las mujeres, esa mancha oscura en la nuca. (...) Nunca se pintará un retrato completo y fiel del hombre hasta que una mujer describa esa mancha del tamaño de un chelín”. Si estuviéramos parados en el mismo lugar, o al lado, no podríamos ver la nuca del otro. Necesitamos estar un paso adelante, o uno atrás.
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