Saer lee “La vida breve”
Rescate. Editada en 1950,
la novela inaugural de la trilogía de Santa María fue aclamada por la crítica.
Celebrando su medio siglo, Saer analizaba su maestría
Cuando, en noviembre de
1950, apareció la primera edición de la novela de Juan Carlos Onetti, hasta su
propio editor, conciente de la originalidad extrema del libro, creyó necesario
tranquilizar a sus posibles compradores en la presentación de la solapa:
"No se tema que se trate de un experimento literario, como suele
calificarse despectivamente a todo abandono de los moldes notorios. Es, pura y
simplemente, una novela con todas las de ley: un relato fluido, coherente y
ameno, que el lector ha de seguir con la misma intensa curiosidad, desde la
primera hasta la última página". Aparentemente no los convenció, porque
pasaron muchos años antes de que la pequeña edición se agotara y una nueva
hiciese su aparición por las librerías, aunque no era raro encontrar la
original de vez en cuando, quince años después de su publicación, en las mesas
de saldos. Ahí, hacia mil novecientos cincuenta y cinco, la compraban, lo mismo
que la edición de Los adioses hecha por Sur con su hermosa tapa amarilla, los
pocos que conocían el nombre y la existencia del autor que, aunque casi nadie
lo había leído, o tal vez por eso mismo, se había vuelto una leyenda.
Es sabido que los primeros
espectadores de los cuadros impresionistas pretendían que, a causa de todas
esas pinceladas que se arremolinaban en la tela, del abandono de los contornos
y de las supuestas extravagancias cromáticas, era imposible distinguir las
figuras, lo que demuestra que es inútil tratar de convencer de la validez de
una obra de arte a quienes han decidido de antemano no reconocerla. "Convencer
es infecundo", dijo alguna vez Walter Benjamin, queriendo significar
probablemente que los senderos del conocimiento son solitarios, y que no es la
argumentación insistente de la pedagogía, del adoctrinamiento o de la
propaganda, sino la convicción íntima que proviene de una insustituible
experiencia estética, vívida y razonada, lo que permite aprehender la
pertinencia de una obra de arte. Esa lenta certidumbre de personas aisladas
converge hacia un mismo objeto, en el que al cabo de cierto tiempo muchos se
reconocen, otorgándole, a través de ese reconocimiento, y por ninguna otra
razón (sobre todo postulada a priori), un valor cultural, histórico y social.
Al igual que casi todas las obras literarias que cuentan en el siglo XX, es por
ese camino que, a cincuenta años de su discreta aparición, La vida breve se ha
transformado en un texto clásico.
Una vez más, y el caso de
Onetti lo requiere más que ningún otro, habría quizá que intentar la definición
de ese concepto. Es desde luego necesario, si se quiere obtener algún
resultado, descartar la insípida pretensión de que sólo son clásicas aquellas
obras que aplican ciertas reglas tan intangibles como hipotéticas con las
cuales sería posible fabricar artefactos de forma invariable, que por su misma
inmutabilidad y su obediencia a una especie de ideal platónico serían
automáticamente admitidos en el respetable club privado de las obras clásicas.
Ningún análisis serio de la historia del arte podría contentarse con esa
caricatura; es un proceso totalmente opuesto a lo que ella propende, lo que
hace que un cuadro o un libro, una obra artística en general se transformen en
clásicos. A decir verdad, es cuando la aparente arbitrariedad de los medios que
emplea toda obra realmente original va imponiendo poco a poco a sus receptores
su lógica y su necesidad que esa obra empieza a transformarse en un clásico, y
llega a serlo enteramente a partir del momento en que, en contra o a favor,
ningún juicio estético, crítico o histórico puede ignorar la legitimidad y la permanencia
de sus aportes decisivos.
No es a pesar sino gracias
a sus notorias innovaciones, cuya pertinencia se ha hecho patente con la
perspectiva de que disponemos casi ochenta años más tarde, que el Ulises de
Joyce es un clásico. Es en este sentido también que debemos aplicar el término
a la novela de Onetti.
Su eclosión fue
inesperada; en esos años, la novela en lengua española, a pesar de algunos
logros innegables, como la obra de Roberto Arlt o los primeros libros de Bioy
Casares, era un rubro casi inexistente, y únicamente se leían novelas escritas
en francés, en italiano, en alemán, en ruso, en inglés. En cuanto a América
latina, siguiendo las teorías sociológicas en boga, muchos teóricos literarios
pretendían que, puesto que no habíamos hecho todavía la revolución
democrático-burguesa, la novela, género ligado al ascenso y expansión de la
burguesía, no podía existir. Esa teoría, más que explicar las carencias locales
en materia novelística, revelaba en realidad la concepción de novela de sus
partidarios -realista, figurativa, basada en una equivalencia rigurosa entre la
realidad que se quería representar y los medios formales que la representaban.
Por otra parte, en esos momentos -digamos entre 1930 y 1960-, en materia
narrativa lo mejor que se estaba produciendo en el Río de la Plata (Quiroga,
Borges, Felisberto Hernández, Silvina Ocampo, Bioy Casares, Cortázar, incluso
Arlt en cierta medida) era la literatura fantástica.
Este cruce contradictorio
explica en parte el silencio que acogió la aparición de La vida breve, ya que
el libro escapaba, a causa de su profunda originalidad, a los dogmas opuestos
que pretendían regimentar la producción narrativa rioplatense. A causa de su
inesperada novedad, la novela de Onetti no podía ser interpretada y juzgada por
las teorías literarias de la época: ella misma suministraba, a través de su
organización interna y de su sabio laconismo en cuanto al sentido, las propias
claves teóricas con las que se la debía juzgar.
Poniéndose al margen de la
querella entre realistas y fantásticos, La vida breve no es ni una cosa ni la
otra; en vez de representar la supuesta realidad exterior, la instrumentaliza,
la fragmenta y la distorsiona, pero los tópicos fantásticos le son también
indiferentes por estar quizá ya saturados de sentido. Ni realista ni
fantástica, la novela de Onetti enarbola con virtuosismo y rigor una bandera
que, desde Cervantes, desde Calderón de la Barca tal vez, había dejado de
flamear en los campos del relato, por lo menos en idioma castellano: la de la realidad
de la ficción.
Tal es el primer objetivo
de La vida breve, lo que podríamos llamar su "tema". La arquitectura
razonada del libro dirige el orden de los acontecimientos hacia esa
demostración: Juan María Brausen, redactor publicitario, recibe el encargo de
escribir un guión de cine con personajes ordinarios, por no decir mediocres,
que correspondan a cierto término medio social, psicológico, moral. Al
principio, las motivaciones de Brausen son puramente financieras, pero al cabo
de cierto tiempo el estrecho mundo imaginario que empieza a organizar
mentalmente, cuyo primer elemento es un médico que está mirando por la ventana
de su consultorio la plaza de una pequeña ciudad de provincias, poco a poco va
desarrollándose hasta convertirse en la ciudad de Santa María, con sus
habitantes, su colonia, su historia.
Al promediar la novela, el
encargo del guión queda sin efecto; pero las consecuencias que ha desencadenado
son no solamente irreversibles, sino que a medida que el libro avanza, el
pequeño mundo que Brausen ha creado se va instalando en la trama del relato y
el referente, y sugiriendo una suerte de intercambiabilidad de esos dos planos
y de muchos otros que se van desplegando en la novela. Así, Brausen, que además
de ese mundo imaginario, creado al principio por encargo, adopta una segunda
personalidad -Arce-, llevando una doble vida con una prostituta, cuando se ve
obligado a huir de Buenos Aires, sus pasos, a través de itinerarios
misteriosamente complicados, lo llevan hasta la plaza de Santa María, la misma
que el doctor Díaz Grey, al comienzo del guión inconcluso, está mirando por la
ventana de su consultorio. Narrativamente hablando, la intercambiabilidad de
esos planos -Buenos Aires, Santa María, Brausen, Arce, Díaz Grey y las otras
múltiples variantes descriptivas, identitarias, fácticas, que introduce,
sugiere o insinúa el texto- termina anulando la posibilidad de juzgarlo desde
el punto de vista del determinismo realista, pero el plano imaginario que va
ganando al relato, ocupándolo, hasta obligar al relato y a sus personajes a
"mudarse adentro", como sucede con el zapallo de Macedonio Fernández
que no termina nunca de crecer, no tiene ni la más mínima sombra de afinidad
con los tópicos, los procedimientos o las intenciones de la literatura fantástica.
El mundo de Onetti, objeto material y mental como todo gran texto de ficción,
es una creación autónoma que resulta de una estrategia narrativa totalmente
inédita.
El Je est un autre
("Yo es otro") de Rimbaud, para Brausen podría transformarse en
"Yo es muchos otros", con la significativa diferencia de que en la
novela de Onetti "Yo" no es el sujeto real Brausen (ni otros
personajes a los que les suceden transformaciones similares) ni sus sucesivas
encarnaciones meras proyecciones imaginarias, sino sólo uno de los tramos
fragmentarios posibles en esa especie de continuidad fluida con que la novela
organiza ese complejo material y mental en el interior del cual lo que nos
representamos como real coexiste en un pie de igualdad con lo que sabemos imaginario.
A decir verdad, y aunque
la novela está narrada en su mayor parte en primera persona, el "Yo"
de Brausen es una instancia tan imaginaria como la ciudad de Santa María que ha
inventado, un "Yo" que desaparece justamente detrás de su invención
para reaparecer en ella más tarde como personaje. Y aplicando hasta sus últimas
consecuencias su propia lógica, La vida breve llega a despersonalizar hasta a
su propio autor, transfiriéndolo desde su supuesta realidad exterior al texto,
al orbe de la ficción, porque un personaje llamado Onetti, que posee algunos
otros rasgos del autor además de su nombre, pero que mantiene su distancia y su
ambigüedad en cada una de sus apariciones, entra en escena en la página 247
para hacer todavía más intricada la red de intercambios, de identificaciones y
de sustituciones entre los diferentes niveles del texto.
En el capítulo final, si
bien la ficción ha desplazado al resto, ocupando por decir así enteramente el
terreno, sentimos sin embargo que los personajes y los acontecimientos que la
constituyen son un eco deformado de las criaturas y de los hechos que
integraban los otros planos, que el relato ha superado o subsumido más bien en
la ficción presente, la cual, sin la menor duda, es para el lector la única
"realidad": la novela que, sirviéndose del soporte material del
texto, construye la realidad soberana de la ficción.
Como los de Arlt, los
personajes de Onetti inducen el mal con la clásica provocación desgarrada de
los moralistas, y como Faulkner, Onetti crea su propio territorio imaginario;
pero a diferencia de uno y otro, esos elementos constitutivos de su narrativa son
únicamente puntos de partida en ella. Es lo que podríamos llamar la tentativa
de borrar jerarquías entre el signo y el referente lo que, en esta novela
escrita en la década del 40, constituye lo esencial de sus intenciones, su
aporte original, y tal vez no sólo en nuestro idioma. La crispación trágica del
mundo arltiano se ha vuelto, para los personajes de Onetti, una desesperación
razonada, una resignación ("admitiendo mi soledad como lo había hecho con
mi tristeza") y un cansancio, a través de los cuales terminan expresando,
después de múltiples decepciones afectivas, morales, sociales y metafísicas,
"la fatiga de ser leales". Pero a diferencia de los de Arlt, que como
verdaderas criaturas existencialistas avant la lettre se consumen en situaciones
límite y se autodestruyen en actos irreparables, los personajes de La vida
breve padecen la desgracia que los asalta y se agostan entre la nostalgia y la
imposibilidad de vivir plenamente su vida, instalándose en lo imaginario.
En cuanto al distrito de
Yoknapatawha, el territorio creado por Faulkner, presenta con la ciudad de
Santa María de Onetti una diferencia fundamental ya que es el equivalente de un
territorio real, apenas deformado por su trasplante; la representación de un
mundo empírico transferido a una dimensión literaria. En cambio, la Santa María
de Onetti coexiste con la dimensión empírica propia al autor y a los
personajes; es uno de los puntos del triángulo que la pequeña ciudad de
provincia forma con Buenos Aires y Montevideo. Esa coexistencia de las dos
instancias es primordial para los objetivos del libro.
Habría que señalar tal vez
otros aspectos importantes que diferencian a Onetti de Faulkner, con quien, no
sin cierta superficialidad, la crítica ha tenido tendencia a identificarlo. En
primer lugar, la invención de un territorio propio para implantar en él sus
ficciones no es una exclusividad faulkneriana: es la condición necesaria de
casi todas las empresas narrativas. A esa condición, apenas si dos o tres casos
diferentes la predican: o bien el territorio es representado con su propio
nombre (Flaubert, Svevo, Joyce), o bien el nombre es modificado (Faulkner,
Musil, Onetti), o bien el nombre es elidido, como sucede con Kafka, pero cuyas
novelas evocan siempre una misma geografía y una misma cultura, o aún como en
el Quijote, que practica la imprecisión desde la primera línea del texto, en la
que el célebre pero para siempre ignorado "lugar de la Mancha",
reinvindica probablemente la autonomía de la ficción, desplegando al mismo tiempo
una problemática novedosa sobre la razón de ser de todo relato que sigue aún
vigente hoy en día. Hay que decir también que, con su propio nombre o con un
nombre inventado, como la Cacania de Musil, o sin nombre en absoluto, el
territorio en el que un narrador instala sus ficciones, sólo tiene un
parentesco lejano con el espacio o la geografía habitados por los seres de
carne y hueso que chapaleamos en lo empírico. Inventando su propio territorio,
Onetti no hace más que adoptar una de las variantes en que se resuelve esa
premisa fundamental (pero no única) de toda narrativa. Pero también se ha
querido ver en el estilo onettiano la influencia excesiva de Faulkner, lo que
con el tiempo ha resultado ser igualmente inexacto. Es evidente que Onetti leyó
a Faulkner con admiración, y que alguna influencia de la obra faulkneriana es
perceptible en su escritura, como lo son en la de Faulkner las de Joyce,
Cervantes, Conrad, Flaubert, etcétera. Sin embargo, no es en los tratados de
preceptiva literaria que un escritor aprende a escribir, sino en la obra de
otros escritores, y es natural que la huella de sus maestros aparezca en sus
libros. Pero es a través de un proceso de diferenciación respecto de esas
influencias que una obra original va construyéndose. Aunque en La vida breve
encontramos aquí y allá ecos de Faulkner, lo primero que percibimos en el
libro, cuando tenemos en cuenta el prejuicio de la exclusiva influencia
faulkneriana, son las profundas diferencias que separan, a nivel puramente
estilístico (sin hablar de la construcción narrativa o de la problemática que
elaboran) a los dos autores. El estilo de Faulkner produce un flujo
ininterrumpido de sensaciones, de emociones confusas y de metáforas y
comparaciones que van estallando como fogonazos a medida que el texto se despliega,
en tanto que la frase onettiana, sea cual fuere su extensión, se organiza con
precisión para conceptualizar en cierto modo la vida interior, por agitada que
sea, o simplemente el vivir y el actuar de los personajes. A la obstinada
dialéctica con la que éstos se enfrentan entre sí a cada paso, hay que sumar,
como resultado de su constante trabajo sobre la prosa, la exactitud poética de
los fragmentos narrativos, la entonación neutra de los títulos de capítulos,
deliberadamente poco enfáticos, como por otra parte el texto en general, como
si, por orgullo, o por considerarla ineluctable, el autor y los personajes
tomaran distancia con la desgracia para hablar de ella. Y, por último, la
leyenda de un Onetti irracional, tremendista y caprichoso, se desmorona ante la
construcción rigurosa de la novela, con sus deslizamientos sutiles del punto de
vista narrativo, los planos diferentes del relato que se encastran sin
violencia unos en otros, el tema principal modulado con maestría a lo largo de
la historia.
El carácter razonado,
metódico del libro, contrasta de inmediato con el turbulento flujo
faulkneriano, y si a través de sus magníficas construcciones este trata de
figurar el magma bruto del existir, en La vida breve sentimos que Onetti nos
propone no la vida misma, como lo pretende el realismo determinista, sino más
bien lo que no sería demasiado erróneo llamar el álgebra de la vida.
Algo hay de heroico en
esta minuciosa artesanía, si tenemos en cuenta que sirve para narrar la
imposibilidad de vivir, el fracaso, el desengaño. Con su música propia, La vida
breve ilustra también viejos temas cervantinos, calderonianos; pero por la
originalidad de su organización, la novedad del mundo que nos propone, y la
teoría implícita del relato que va desplegándose con la materia verbal que
avanza hacia su consumación -realidad, ficción y teoría narrativa
inseparablemente encarnadas en el espesor del texto- la obra maestra de Juan
Carlos Onetti es intensa, apasionadamente de su tiempo y del nuestro. Desde
hace cincuenta años viene ofreciéndonos su discreción y su orgullosa minucia,
su sarcasmo y su gravedad, su derrota y su rebeldía.
“La rebeldía del
derrotado”, artículo de Juan José Saer, publicado en el Suplemento Cultura y
Nación, 26/11/2000.
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