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Marcelo A. Saavedra Osorio - [Escritor Chileno]


"Recopilación de la Memoria Histórica de los Trabajadores Metalúrgicas (Publicado en Santiago año 2006), Catálogo de Mujeres Palestinas "El dolor no acallado"

Reflexiones
En la tierra arcillosa se recortaba la sombra de su figura más alta y delgada, y por las aletas de su nariz entraba el suave olor marino, con la vista clavada allá en el embravecido mar, sus pensamientos cabalgaban por las furiosas crestas del oleaje, se abandonaba al sol y al viento sintiéndose parte de cada flor, de cada árbol y tan milenario como la roca erosionada en un mordisco matemático de viento, sentía como la brisa escurridiza esculpía la consistencia de sus miembros.


Tras de él en una hondonada del cerro, se elevaban los verdes brazos de los pinos insignes y esparcidas por el suelo entre las pinadas secas sus simientes, bajó hasta la hondonada adentrándose en el bosque ¿Qué extraña mezcla de olores? y percibió el sonido del silencio más absoluto, en lo alto ya no podía distinguirse sino a trechos el cielo entre el cargamento de clorofila como una sombrilla. Un sonido vino a taladrar sus oídos quebrando la quietud ¿Quizás algún pájaro alocado golpeando las costras de la madera? Fue entonces cuando vio a las laboriosas hormigas obreras sin alas, recogiendo sus alimentos para llenar sus graneros y a la meticulosa araña tejiendo sus redes de finos encajes, se sentía en cierto modo intruso, volvía sobre sus pasos a cada instante, deleitado por los cánticos mágicos de ese mundo tan distinto al de él admitió –esto le oprimía llenando su corazón, tenía la impresión de haber perdido esa memoria con el infinito, él se creía el único visitante, sin embargo hasta sus oídos llegaron como suaves ráfagas de viento, las palabras de algún hombre tras él, se volteó asustado, al verlo sintió como si despertara de su embriagadez, notó que él se encontraba descansando y apoyando su frágil cuerpecillo sobre un grueso tronco, como si fuese una extensión del árbol o quizás alguna de sus raíces, y al mismo tiempo sus ojos lo observaban con la curiosidad de un niño, su rostro cruzado por profundas arrugas, cada una marcada quizás por el frío o por el agua del rocío, su cabellera desordenada caía hasta su frente como los salvajes frutos de la vegetación. Luego de estudiarlo con detenimiento el viejo le murmuró ¿Disfrutas de todos esto? – él pensó que no lo había dicho con el tono de la pregunta, sino con la inusitada seguridad de la respuesta, el viejo alzó sus brazos pero él después recordaría que parecían los frágiles maderos de algún viejo eucaliptus, le invitó a sentarse y así lo hizó, comenzó a hablarle y su voz pareció que despertaba ecos en toda la floresta ¿La tierra es el único jardín que tenemos! Y continuo- ya muchos han olvidado el deleite que produce ver a los pájaros anidar, la simiente del árbol crecer y entregar con maternal cuidado su sombra, escuchar en las noches la música de las olas, arrancando melodías al mar, entregadas al concierto del viento silbante, a través de las hojas y las ramas de los bosques, ver parpadear a los astros allá en el manto celeste y sentir en los poros de la piel la armonía de una creación perfecta.


Tomó la mano del muchacho y ambos cruzaron entre los árboles, le llevó a los ríos y en ellos pudieron ver las piedrecillas de colores descansando en el fondo, y los peces desovando en las cristalinas aguas, alimentando la vida, la misma que más tarde se pondrá en camino, subieron las cordilleras y pudieron abrazar su tesoro de manto blanco, vieron al cóndor deslizándose con el plumaje negro de misterio y cuello albo de rey de hielo y roca bajar hasta el mar.


Escucharon el cuento de las piedras, la respiración del árbol y pudo ver como la raíz pensativa transformaba el agua y la tierra en savia, cruzaron los bosques y llegaron a los lagos, reflejando el cielo y los volcanes como un espejo de fantasía inmóvil, hablaron con los pájaros en las tempraneras estaciones y escucharon su canto de fuerza y dulzura, bajaron al mar y saludaron al bacalao, al lenguado, al atún, los abrazó la raya y la ballena les contó su drama de carnicería, navegaron con el pez vela y chocaron con las corrientes frías y calientes, ambos se sumergieron en los océanos y buscaron entre la arena su rostro, rostro oscuro que les acusó de violar sus cosechas y allí en el fondo, encontraron al bidón de plástico olvidado, al chasis de automóvil enterrado, al aceite de petróleo contaminado, al molusco vedado.


Subieron al cielo y respiraron el aire, aire puro por milenios, hoy con vestiduras divididas por venenos de fábricas, por pantanos químicos y él pensó en el lobo marino abatido, la ballena mutilada, el viejo le habló con cariño y cierta tristeza, de las calcáreas cortezas de tierra sacudida por explosión de luz blanca asesina, de la virginidad de algunas regiones, de la nutria, del huemul, en una visión de pasado casi extinto. Le mostró como el árbol es talado y al río su tronco es echado, vieron en la montaña oscura un jardín de bosques abrasados por las llamas y como con espanto y dolor lo que fue creado, era destruido.


El mundo para él se oscurecía, tanta maldad de día y noche avanza por la tierra con melodía calcinada ¡La tierra esta de duelo! Gritó en los caminos, el viejo sólo lo observaba con sus ojos cargados de relámpagos, pensó que llegaría el mañana y sólo en algunos rincones, quedaría la luz de cascadas silvestres de naturaleza agónica, el viejo lo observó con amor y con el último viento de la estación lo condujo nuevamente al bosque, se sintió perdidamente ebrio, sacudió su cabeza y contemplo la aturdidora floresta, llena de alegres ruidos y sabrosos aromas. El viejo se sentó nuevamente, como estatua de arboleda y dijo arrugando el entrecejo ¡Al hombre nuevo, canta el lenguaje de la tierra, enseña la dulzura de sus manos en el mar y no dejes que todo lo visto se convierta en sueño de pasado!


El muchacho lo miró y le sonrió con risa de amigo, guardo en su corazón lo que sintió, subió la hondonada y en la cima vio el mar y luego se marchó.


Marcelo Antonio Saavedra Osorio
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