Los bordes del río
La reedición de “Hombre en la orilla”, de Miguel Briante, permite volver a encontrarse con el universo construido entre la rabia y la nostalgia.
Por Hernan Ronsino
Es 1968. Miguel Briante tiene veinticuatro años y un libro de relatos publicado que se llama Las hamacas voladoras y que la crítica lo ha leído como una relectura de algunos tópicos borgeanos –la orilla, la lengua de la pampa. Es 1968, entonces, cuando publica su segundo libro que no sólo retomará temas del primero sino que condensará, allí finalmente, un mundo literario. Se trata de Hombre en la orilla editado por la editorial Estuario. En la dedicatoria de esa primera edición se lee lo siguiente: “a los gusanos de la tumba de mi padre, que un día avanzarán sobre el pueblo que transcurre en estas páginas, para borrarlo definitivamente”.
El pueblo se llama General Belgrano y está bordeado por el río Salado, en la provincia de Buenos Aires. Ahí Briante nació y murió. Ahí, Briante tramó su universo. Como dice Ricardo Piglia en el prólogo de la reedición que acaba de lanzarse en la “Serie del Recienvenido”, a Briante el modo de narrar le viene de Faulkner: “no se narra los hechos sino el efecto de los hechos”. El universo de Briante tiene impresa la estirpe faulkneriana porque fabrica un territorio y pone, en esa geografía, una genealogía de personajes. Pero también en Briante opera la huella silenciosa, se podría decir, de Juan Rulfo. Se han trazado semejanzas entre el mexicano y Briante: la escritura de la comarca, la brevedad y el mito del silencio.
Hombre en la orilla está compuesto por tres relatos y una nouvelle. Cada uno funciona como una pieza de un rompecabezas que nunca termina de completarse. Porque si bien cada relato colabora en una trama colectiva, esa trama, finalmente, se vuelve opaca, incomprensible. Como la realidad misma. Sin dudas, la novela Kincón será la cumbre de esta búsqueda coral. Pero en esa textura, donde los personajes reaparecen –en unos son protagonistas, en otros apenas un detalle secundario–, se cuentan historias. La figura del narrador oral es clave en la obra de Briante. “Hablábamos mucho, porque en esa época conversar era natural, no una felicidad o un cansancio, como ahora”, dice un personaje del relato “La vasca”. El narrador oral fabrica al otro. Cada personaje está precedido, así, por un mito, por una serie de versiones. Por ejemplo, el boliche de Arispe –una especie de pulpería– funciona, entonces, como una propaladora. Un laboratorio, también, de la literatura.
Es, justamente, en el boliche de Arispe donde se perfilan las distintas versiones que cuentan, así, la historia del viejo Rojas. Alguien, Ramírez, por ejemplo, dice algo del viejo Rojas. Gonzales, que volvió y además imita a Rojas, tiene otra versión o modifica algún detalle del relato de Ramírez porque, a él, se lo han contado de esa manera. En definitiva, siempre se cuentan las mismas historias, como dice alguien. El relato se llama “Hombre en la orilla”. Y aquí no sólo se habla de Rojas que no quiere abandonar el rancho pese a la inundación. Se habla también del río. De la furia del río que, esta vez, como dicen, ha crecido demasiado. El río es muchas cosas: “parejo y hasta triste de tan callado, por el verano; gritón y retorcido cuando tiene adentro el invierno”. El río bordea al pueblo. Y por eso mismo es imprevisible: es y no es lo que aparenta ser. Como los personajes que viven a sus orillas.
Si el viejo Rojas es central en “Hombre en la orilla”, en “Habrá que matar los perros” se vuelve un personaje secundario que acompaña, por momentos, al Torcido, el narrador que ahora trabaja, después de haber dejado el circo, en la estancia La Martita. Y contempla, silenciosamente, la decadencia de la inglesa, la caída de una estirpe. El quejido de los perros aquí, a diferencia del cuento de Rulfo, “No oyes ladrar los perros”, donde los perros encarnan la esperanza por llegar, funciona como ese recuerdo doloroso y molesto de un mundo que se ha muerto. Y alguien debe hacerse cargo de esa decadencia.
La trama de la nouvelle “A lo largo de esa calle que da al río” se teje, también, en base a versiones. A puntos de vista cruzados. Se cuenta, por boca de otro, la vida de la Baguala, de sus hijos (Elena Fuentes y el loquito) y el ir y venir de esos hombres que pasan por la familia, alrededor de ese rancho montado junto al río. En las historias de Briante siempre hay un forastero o alguien que vuelve; siempre hay un loco o alguien que encarna la anormalidad del mundo; siempre hay mujeres fuertes o enigmáticas. Es en esa marginalidad donde se amasa una lenta furia –marginalidad, como dice María Rosa Lojo, que no está habitada sólo por excluidos, también está ocupada por una oligarquía en ruinas: todo eso aparece, detrás del hospital, a lo largo de esa calle que da al río. Dice el narrador: “En cada trompada era como si estuviera acordándose de algo que había olvidado”. Esa tensión entre la rabia y la nostalgia atraviesa, como un cuchillo, la poética de Miguel Briante.
Hay, en la nouvelle, una de las escenas más imborrables de la literatura argentina: el loquito Fuentes representando “la farsa” en el corso del pueblo. Es decir, desnudando al poder para vengarse. Una venganza teatral, callejera, que le costará la vida en un comité, en el año 55. La violencia política se filtra, así, en Briante.
Y otra vez la violencia del año 55: en el cuento “El héroe” incluido en Las hamacas voladoras quien narra es uno de los pilotos de los aviones que bombardean la plaza. Pero la violencia política –a diferencia de la furia que se amasa en los márgenes– no está en la epidermis de la escritura de Briante, más bien aparece como trasfondo, latente, que irrumpe para golpear. Para ordenar lo que se ha desquiciado.
Es 1968, entonces. Miguel Briante publica Hombre en la orilla . Por esos años también escriben Borges, Wernicke –a quien Briante le dedica uno de los cuentos de Ley de juego –, Haroldo Conti, Juan José Saer.
Es, sin dudas, una década de transición en los modos de narrar la orilla.
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