De La Mancha al Río de la Plata
Versiones. Un recorrido por los tributos y reciclajes
dedicados al “Ingenioso Hidalgo” en la obra de autores argentinos y uruguayos
contemporáneos.
Más allá de la buena fortuna del Quijote en la
estimación de la crítica y de sus lectores modernos, no existe ninguna
explicación suficiente para la proliferación desbordada de apropiaciones,
continuaciones y reescrituras que ha generado desde su publicación. Ya en 1607
desfilaban Don Quijote y Sancho entre los disfrazados del carnaval de Lima,
sólo dos años después de la aparición de la primera parte en España. Y en 1614
aparecía la primera imitación: un segunda parte espuria firmada con el
seudónimo de Alonso Fernández de Avellaneda. La continuación apócrifa no gustó
nada a Cervantes, quien se ocupó, en la segunda parte de 1615, de atenuar
algunos juegos que debilitaban la autoría de la primera imitación:
un segunda parte espuria firmada con el seudónimo de Alonso Fernández de
Avellaneda. La continuación apócrifa no gustó nada a Cervantes, quien se ocupó,
en la segunda parte de 1615, de atenuar algunos juegos que debilitaban la
autoría de la primera, en cuyo prólogo, por ejemplo, declaraba no ser padre,
sino “padrastro” de Don Quijote. Cervantes decide fortalecer su autoridad
matando al protagonista, no sin antes hacerlo renegar de sus hazañas. Esta
estrategia de cierre estuvo lejos, sin embargo, de desalentar a los admiradores
futuros que, en estos cuatro siglos, y a través distintas culturas y lenguas,
han reincidido una y otra vez en el intento de continuar o reescribir el
Quijote.
En busca del original
Una de las formas que asumió la ficción cervantina en
el Río de la Plata basó la anécdota en la llegada o el hallazgo de la primera
edición del Quijote, volumen sacralizado, ungido con el valor del original y
que, a su vez, contribuye a refrendar la legitimidad de la propiedad del
clásico, que se quiere también originaria. Un relato del argentino Carlos
Bosque, publicado en Montevideo en 1927, recreaba el revuelo de la llegada de
un primer ejemplar a una viuda de Buenos Aires en 1612. En esta versión, la historia
de Don Quijote circuló leída en tertulias y no faltaron quienes encontraron
semejanza entre sus aventuras y las empresas poco heroicas de la conquista de
Salta, hechas con bueyes remolones y “arreadas de porquerizos”. Alguno de los
contertulios sugiere la inspiración americana: Cervantes debió enterarse de lo
que ocurre por estas tierras, porque “lo que dice don Quijote tiene su origen
en el sol indio que hace ver todo como heroico, grande, caballeresco”.
Más de dos décadas después, Mujica Lainez construye una
historia imaginando la peor suerte de otro ejemplar, llegado de contrabando en
1605, entre víveres y municiones (“El libro”, Misteriosa Buenos Aires , 1951).
Las minucias del relato explican la escasa supervivencia de algunos bienes
simbólicos en el estrecho mundo colonial. Por su parte, Héctor Tizón revela la
inaudita y poco explicable existencia de uno de estos valiosos y raros primeros
ejemplares en una estancia en Jujuy, en la casona de un tal Marqués de Yavi (
Tierras de frontera , 2000).
Por otro lado va Los pelagatos , una novela de Alberto
Gallo premiada por Planeta en 1997, que se desarrolla como una autoficción de
aprendizaje de la difícil adaptación al mundo del protagonista adolescente
montevideano, quien vive al lado de un cine y escucha cada noche diálogos de
películas que no siempre puede ver. Los reiterados diálogos asaltan la memoria
del protagonista en los momentos más insospechados y él hace de ellos un uso
artificioso que sustituye su iniciativa, lo que recuerda los discursos librescos
de Don Quijote imitando los relatos caballerescos. Antes de morir, su abuela
confía al chico una primera edición del Quijote de 1605, dedicada por el autor
a Juan Gallo de Andrada. El legado resulta una carga, no sólo porque él detesta
el Quijote, mal aprendido y peor enseñado en las clases de literatura, sino
porque su posesión lo va a ir enredando en una serie de líos propios del
policial negro, con persecución incluida a una banda de mafiosos que huye con
el libro por la frontera uruguaya con Brasil. La valiosa edición viene
acompañada de seis cartas que Juan Gallo dirigió a Felipe III, dándole cuenta
de su conocimiento de Cervantes y de las vivencias que compartieron en la
juventud.
Hacerse caballero
Al hablar de Cervantes y América, suele evocarse un
acontecimiento biográfico que ha sido muy productivo literariamente. Luego de
su cautiverio y más de una decepción, sin empleo ni protectores, Cervantes
solicita al Consejo de Indias un puesto vacante en América para probar mejor
fortuna. Pocos días después, en junio de 1590, recibe una escueta negativa
burocrática: “Busque por acá en que se le haga merced”. Desde que se conocen
estas gestiones, se especula con que si Cervantes hubiera venido a América no
habría escrito el Quijote, o habría escrito otro libro (¿un Lazarillo de ciegos
caminantes tocado por el delirio?, ¿un “Quijote baldío”, como el que imaginó
perdido Nicolás Rosa?).
A su vez, la ficción latinoamericana ha reincidido en
el empeño de continuar las hazañas de Don Quijote en América como forma de
reparación simbólica del frustrado viaje del escritor. No faltaron quienes
recurrieran a una salida conjetural de Don Quijote por estas tierras como forma
de testimoniar lo mal que van las cosas y la necesidad de heroísmos más puros,
como es el caso temprano de Peregrinación de luz del día , de Juan Bautista
Alberdi (1874). Y los variados títulos que han recreado nuevas aventuras
españolas o americanas en clave rioplatense (en versos criollos, en diálogos
patrióticos, en culturas y geografías alteradas): “El Quijote de Cuyo” (1818);
“Don Quijano de la Pampa” (1922); “Don Quijote en la calle Florida” (1933);
“Don Quijote en la Pampa” (1948), son algunos entre tantos que ha relevado
Alejandro Parada.
En Uruguay no han abundado tanto, aunque pueden
encontrarse textos con esas características, como “1616, Madrid, Cervantes”, de
Eduardo Galeano ( Memoria del fuego , 1982). Sin embargo, un lector casi
obligado del Quijote, Marcelo Estefanell, quien lo leyó en la cárcel, preso
durante la dictadura, escribió años después una continuación de las más
cabales: El retorno de Don Quijote, caballero de los galgos (2004),
permitiéndose incluso cambiar el final cervantino. Don Quijote no ha muerto,
sino que tras un período de vida pastoril, volvió a las andanzas, cuya memoria
se conserva en unos manuscritos en catalán que alguien legó misteriosamente a
Estefanell. Este deberá pedir ayuda a un pariente para la traducción –también
aquí la ascendencia peninsular ingresa a la ficción–, y así reescribir su
propia versión de las aventuras restantes y la muerte heroica del personaje en
el campo de batalla, enfrentando al Caballero Rojo y Negro. Hasta donde
sabemos, la lectura del Quijote en la cárcel no enloqueció a nadie, pero sí
hizo nacer más de un escritor, como es el caso de Carlos Liscano, a quien
inoculó la posibilidad de salvarse inventando ficciones, según su propio
testimonio. No es novedad que el Quijote es una obra generadora de
ficcionalidades, de las cuales la reescritura o continuación es un tipo, aquel
en que la huella es más evidente. Pero no menos notable es el tipo que trata de
lectores enfermos o personajes a quienes enferma la literatura. Esa marca
lunática podría señalarse en La casa de papel (2002), de Carlos María
Domínguez, en la que el protagonista transita de la lectura compulsiva a la
acción, como Alonso Quijano, pero de bibliófilo deviene en libricida. Más
cervantinos son los lectores del mundo creado por Onetti, quienes casi
sistemáticamente son lectores, o escritores o artistas frustrados, que han
salido de ese lugar pasivo, para transformarse en fabuladores y vivir una
ficción propia, como Don Quijote.
Hacerse escritor después de Borges
Martín Kohan ha dicho que la lectura de Cervantes es
agobiante para un escritor, porque “todo” está ya en su obra, que se percibe
como “definitiva”. La misma angustia puede significar para las últimas
generaciones escribir después de Borges, lo que hace que sólo pueda escribirse
“a partir” de él. En ese sentido puede suponerse que, en épocas recientes, la
lectura de Cervantes no ha podido sustraerse a la influencia de Borges, a sus
asaltos periódicos al Quijote para afirmar o negar la idea de la obra
preexistente a su escritura, o la individualidad de la autoría, especialmente a
las consecuencias de la creación de Pierre Menard como “autor del Quijote”.
María Elena Fonsalido se ha ocupado de rastrear las
huellas cervantinas en la obra de Juan José Saer, así como en los textos
críticos y ficcionales de Carlos Gamerro y Martín Kohan. En diversos artículos,
Saer ha dejado pistas sobre los ítems de su deuda temática y formal con el
Quijote: el desmantelamiento del heroísmo, la transformación del personaje
gracias a la literatura, la “moral del fracaso”, la confrontación del símbolo
con el mundo empírico, la duda acerca del concepto de lo real que supuestamente
existe fuera del texto.
Como crítico, Gamerro forja en Cervantes la teoría de
las “ficciones barrocas”, que le será tan productiva para leer la literatura
argentina actual y que ejercitará como creador en La aventura de los bustos de Eva (2004).
Fonsalido observó los ribetes quijotescos de Ernesto Marroné, el protagonista,
una versión paródica y fallida del Che Guevara, cuyas aventuras se inspiran en
la lectura e imitación literal de libros de autoayuda.
En el caso de Kohan, señala el diálogo muy cervantino
entre alta literatura y la de masas en Segundos afuera (2005) además del “juego
de a dos”, contrapunto de personajes que responde al modelo de Don Quijote y
Sancho. En Cuentas pendientes (2010), Kohan asume otro recurso nacido en el
Quijote: la conciencia que la literatura puede tener de sí misma y de sus voces
implícitas (firma, autor textual, narradores, personajes). Incluso Federico
Jeanmaire, además dedicarse a la divulgación crítica del Quijote, ha escrito
una novela biográfica de su autor, usando también sus recursos narrativos
(Miguel, 1990).
A su modo, también Ana María Shua ha seguido la línea
borgeana de borramiento de tiempos y autorías en un microrrelato de 1992,
imaginando un Cervantes conocedor de la obra de Menard. La enorme cantidad de
implícitos que el mito quijotesco trae anejo para cualquier lector occidental,
hacen de él un material ideal para la escritura de microficciones, que deben
condensar o sugerir un argumento en pocas líneas, por lo que los
sobreentendidos resultan un perfecto atajo. En el Río de la Plata han
incursionado en ellas: Marco Denevi (quien dedicó toda una serie al Quijote),
Carlos María Domínguez y Fabián Vique, entre otros. Mario Levrero siguió el
camino de la microficción crítica en segundo grado en “Giambattista Grozzo,
autor de «Pierre Menard, autor del Quijote»” (1992), homenaje y parodia a
Borges, de factura muy cervantina.
En Azul hay Dulcineas
Hay tantos perfiles de coleccionistas como objetos
coleccionables, y cierto tipo de bibliofilia encaja en uno de estos tipos: la
que busca ediciones únicas o especiales, en particular de una obra o un autor.
El Quijote despierta la pasión del coleccionismo de quienes persiguen completar
una totalidad imposible de ediciones, a la vez que anexan distinto tipo de
objetos relacionados con la obra fetiche. El valor simbólico y el poder
asignado a la colección retornan al coleccionista en forma de reconocimiento,
invistiéndolo del prestigio de la cultura, y eso se potencia tratándose de un
clásico.
Ciertos lugares comunes aseguran que el afán por la
posesión, la búsqueda permanente, la necesidad de completar la serie,
compensarían algunas formas de la carencia y la inseguridad, conjurarían la
angustia ante el tiempo, la vulnerabilidad y la muerte (la colección está
destinada a conservar y permanecer, a la vez que es siempre renovable). En el
caso de coleccionistas de Quijotes hay que tener en cuenta los valores asignados
al ambivalente personaje, cuya posesión simbólica se endosa el sujeto.
En Uruguay existieron al menos dos coleccionistas
cervantinos muy destacables: Orlando Firpo (fallecido en 1964) y Arturo
Xalambrí (1888-1975). La biblioteca cervantina de Firpo, hoy inubicable, poseía
en 1950 miles de ejemplares, contando con un Quijote impreso en Valencia en
1605 y nueve ediciones del siglo XVII. La colección de Xalambrí, hoy bajo
custodia de una universidad privada, llegó a reunir más de 1.000 ediciones del
Quijote, una de ellas de 1611.
En Argentina, Bartolomé Ronco (1881-1952), radicado en
la ciudad de Azul desde 1908, cultivó, como Xalambrí –a quien conoció– una
desmesurada pasión cervantina. La muerte de su única hija acentuó su
bibliofilia; fue además carpintero aficionado, fabricó ingeniosos juguetes de
madera y, junto a su esposa, se volcó a tareas culturales comunitarias y
caritativas. Ronco llegó a reunir una de las colecciones cervantinas más
importantes fuera de España, y mantuvo una pasión paralela por las ediciones de
Martín Fierro, del mismo modo que Xalambrí atesoró obras de Zorrilla de San
Martín. Coleccionismo y tradición suelen llevarse bien, y en este caso,
mientras Cervantes garantizaba el arraigo en la herencia española, los autores
del canon local aseguraban la pertenencia nacional.
En 2007, la comunidad de Azul ha obtenido de la Unesco
el “título” de ciudad cervantina de Argentina. Desde entonces lleva adelante un
festival cada mes de noviembre, que reúne a artistas, académicos y aficionados,
a la vez que estimula a los lugareños un particular culto al Quijote que bien
podría haber nacido en una de las tantas ficciones cervantinas utópicas y
trasnochadas que recorrieron el último siglo.
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